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Niños del pasado

Elvira Lindo

Aparece en televisión un reportaje sobre ese Teruel que, aseguran los que todavía quedan allí, también existe. Yo sé que existe. Lo sé, y me resultan tremendamente familiares las calles que aparecen en el reportaje. Se ve una cuesta que podría ser la del pueblo en el que pasé parte de mi infancia, por ella suben muy trabajosamente dos viejas, apoyándose en uno de esos tacatacas que proporciona la Seguridad Social a los ancianos que no pueden valerse. El periodista muestra cómo en algunos de esos pueblos se han cambiado las antiguas señales que pedían precaución a los conductores en las calles que eran el paso de niños hacia la escuela por otras en las que, en vez de las dos conocidas criaturas que corrían con la cartera en la mano, se ven dos viejas. Pueblos en los que sólo hay un niño, hijo seguramente de una pareja joven, extravagante, amante de lo rural, del silencio, de la conversación con las personas mayores.Es muy extraño, porque, si cierro los ojos y me concentro para que vuelvan a mi mente los sonidos del pasado, acuden los gritos furiosos de los niños, muy parecidos a los chillidos de los pájaros; entre esos gritos está el mío. Niños que corren por las cuestas de esos pueblos de estructura árabe, de calles estrechísimas y cuestas fabulosas para los juegos infantiles. Los juegos... Si me empeño, también los oigo: el escondite, la comba, el rescate, o simplemente molestar a los mayores a la hora de la siesta. Pero ya no hay niños que molesten. Ya no hay niños.

Y es tristemente simétrico que en las calles del barrio en el que me crié en la gran ciudad, en Madrid, haya ocurrido exactamente lo mismo. Camino por las calles de mi adolescencia y no veo más que abuelos. Esos abuelos fueron, probablemente, los padres de mis amigos. Me parece de pronto que estoy en un pueblo porque los paseantes que llenan la calle comercial a la caída de la tarde se conocen entre sí, se paran a saludarse, a charlar un rato. Observar esos encuentros me produce una gran ternura, pensar que en unos cuarenta años se levantó un barrio ahí donde no había más que descampado y acudieron familias jóvenes que crecieron igual que han crecido los árboles, que ya no son los árboles jóvenes y pobretones que yo conocí, ahora ya dan una buena sombra en verano. Pero la ternura no está reñida con la melancolía; al contrario, porque, si cierro los ojos para escuchar los sonidos del pasado que vivió mi niñez urbana, escucho también las voces agudas de mis amigos gritando en los parques después del colegio, pasando la tarde del domingo en un banco aunque hiciera un frío de muerte.

No es un recuerdo ni una historia original, tengo amigos que recuerdan haber jugado en el campo que había en lo que ahora es la M-30, o en el mismo centro de Madrid, donde ya hace tiempo que desaparecieron los niños, y aquí no han quedado casi ni abuelos, ojalá; aquí sólo hay oficinas y bares, o gente que tiene muy claro que nunca tendrá hijos.

Después de ver la triste decadencia en la que han ido cayendo dos lugares tan queridos para mí, oigo a un tipo por la radio en un encuentro de empresarios que propone sin rubor que las mujeres vayan creando a lo largo de sus años de trabajo un fondo de ahorro que saldría de su propio sueldo a fin de que tuvieran un dinerillo guardado si es que en algún momento de su vida se les pasa por la cabeza el extravagante proyecto de tener un hijo. Sé que la frase del empresario ha salido varias veces por la radio, porque mis compañeras de la SER andaban indignadas con semejante desfachatez. ¿Desfachatez o tontería? Es paradójico que un país que continuamente denuncia la caída de nacimientos, el cierre de colegios, la peligrosa falta de juventud para el futuro, tenga tan escasa consideración con las encargadas de traer los hijos al mundo. Ni una sola ventaja: ningún gasto por maternidad desgrava. Tengo como algo precioso un cartel americano de principios de siglo que pide el voto para la mujer, dice: "Si las mujeres traen al mundo a los votantes, déjalas votar". Si las mujeres traen al mundo la savia nueva, necesaria para la ciudad, para el campo, haz que su maternidad sea algo agradable y no algo heroico. O sólo se atreverán a tener hijos los ricos.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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