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Tribuna:CONTRATO CON EL DIBUJANTE
Tribuna
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En nombre de la 'cosa'

La "cosa" está mal. Preguntas a cualquiera sobre cualquier asunto y te responde que la cosa está mal. Somos un país nominalista, que llamamos "cosa" al despropósito, "radicales" a los bárbaros y "transeúntes" a los mendigos. La crisis entran siempre con una deformación del lenguaje. Cuando a la pescadilla le llaman merluza y a la gaseosa champán, es que estamos en crisis.Pero, de momento, aquí eso no ocurre. Sobran merluza y canapés, y el champán corre que se las pela en actos sociales e inauguraciones. Siempre se ha dicho que en Madrid, a las ocho, o das una conferencia o te la dan. Pues a esa misma hora últimamente en Bilbao o das un cóctel de presentación o te lo dan. Ahí mismo, mientras se pega fuerte al salmón ahumado y a los fritos, alguien se te acerca, limpiándose la mayonesa de la barbilla y te dice: "La cosa está mal".

Hoy he visto al dibujante y se lo he repetido: "La cosa está mal". Porque entre canapé y canapé, entre exposición y exposición, entre apertura de nuevo concesionario de coches o renovada franquicia, no se habla de otra cosa que de la cosa, que como todo el mundo sabe, está pero que muy mal. Fatal.

El dibujante me dice que no hay que confundir la gimnasia con la magnesia, ni la cosa con la crisis, porque las crisis vienen precedidas de otras crisis extranjeras y aquí la cosa es propia, nostra e idiosincrática. Así que cuanto más cosa, más fiestas, más aurresku, más glamour, más merluza, más ópera, más technicolor, más lujo y más de todo, o sea que cuanto peor, mejor. Capuchas y esmoquin, barbarie y civilización, gasolina y champán, pólvora y mantequilla, gritos y susurros, sonrisas y lágrimas. Somos ricos y bestias, cultivados y primitivos. Como ha dicho alguien somos la última anomalía de Europa, por culpa de la cosa.

A pesar o a causa de la cosa Armani anuncia su próxima visita, surge la milla de oro, se abren más tiendas de delikatessen y la industria del lujo se instala en las esquinas. "Precisamente el lujo" -dice Enzesberger- "debe su prestigio al hecho de que contraviene todas las normas de lo cotidiano". Se queman cajeros automáticos y se paga con Visa en Gucci. Somos el lujo diferencial europeo, la anomalía que contraviene lo cotidiano y lo convierte en extraordinario.

Todo fluye , pues, con anómala normalidad. Por eso llegan las marcas de lujo, dispuestas a terminar con la apariencia de mal rollo. Nos garantizan glamour y cosmopolitismo. Nos invitan a vestir caro, a dar la talla en las negritas y en los ecos de sociedad, donde se habla de la cosa como si tal cosa, en un intento de la clase media por participar en la tragedia, mientras hinca el diente a un canapé. En nombre de la cosa se vive entre la emulación y el simulacro. Se imitan los ecos mundanos y se evita la mala conciencia. Somos ricos y europeos, pero nos permitimos la frivolidad del desconcierto. Aquí no pasa nada, antes teníamos a Arconada y ahora podemos confiar en Zegna. La Gran Vía bilbaína ya es Madison Avenue. Así que menos pesimismo y más jamón. Al mal tiempo, buena cara, un complemento caro y crêpe de txangurro. Y dentro de poco, Olentzero para todos. No preocuparse : las luces las pone el Ayuntamiento.

El caso es que la cosa está que arde y cada vez se dan más fiestorras y presentaciones en los que, por cortesía, no se nombra a la cosa. Tengamos la fiesta en paz. Otras veces se atraganta el pincho en medio del fasto por culpa de un aguafiestas, empeñado en comunicar la desgracia que convierte a la farsa en tragedia. Entonces la cosa se convierte en una vendimia de la que todo el mundo quiere llevarse un racimo, como si fuera un bolígrafo, un pin, una carpeta o uno de esos folletos que regalan en los eventos. Fuera, mientras tanto, avanzan las infraestructuras que es una barbaridad y cuestan un pastizón. Por picos, palas y azadones se presupuestan millones, se inauguran tramos y se pronuncian discursos. En semejante circunstancia se cambia el cóctel por un festín en condiciones, donde queda terminantemente prohibido mentar a la cosa.

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A la cosa todavía no le hemos pillado el punto, como se cogían antiguamente los puntos a las medias en los portales. No le acabamos de coger el tranquillo, como Dios manda. La cosa es como el punto G, algo de lo que todo el mundo ha oído hablar, pero que casi nadie ha tenido la suerte de encontrar. Ay mami, que será lo que tiene la cosa. Si el punto G fuera como el efecto G -el del Guggenheim- saltaría a la vista, sería un hecho fácilmente detectable, visible y consumible, pero la cosa es como el maldito punto G, íntima, difícil y oculta, y así en abstracto no hay manera de tomarle ni el puntito ni el gustito. Por eso continuamos hablando de la cosa, exorcizándola, invocándola, ahuyentándola. En nombre de la cosa se nos ha recomendado que "no se puede gritar al lobo cada vez que pase un perro vagabundo".

Pero como somos un país muy nominalista seguimos llamando a cada cosa por su nombre, menos a la cosa. Y seguimos con la misma cantinela. Venga a insistir en condumios y recepciones que la cosa va mal, que si patatín y que si patatán, que si esto y que si lo otro. Somos unos quejicas, unos desagradecidos, unos privilegiados y unos pelmas. "En algún lugar debe haber un basural donde están amontonadas las explicaciones", como dijo Cortázar, refiriéndose tal vez a la cosa, "una sola cosa inquieta en este justo panorama: lo que pueda ocurrir el día en que alguien consiga explicar también el basural".

Así que dejemos de mentar a la cosa y tengamos la fiesta en paz o se acabarán el pastel y los pinchos.

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