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Novillos, pellas

Elvira Lindo

Francamente, no creo que ninguna persona sensata pueda pensar que no dejar salir a la grey adolescente a estirar las piernas a la calle durante el recreo arregla en modo alguno el desconcierto educativo que parecen compartir profesores, padres y, según encuestas internas de los centros, algunos alumnos.Los que en mis tiempos de instituto hacíamos pellas sabemos que cuando un alumno no quiere entrar en clase puede empezar a desmadrarse no en la media hora estricta del recreo (se trataría de un gamberro ejemplar), sino a partir de la primera hora, a fin de fumarse la mañana en toda su magnífica extensión. Las puertas de los institutos no se cerraban y sólo se desmadraban aquellos que tenían una innata capacidad para el desmadre, como esta que aquí escribe, que tantas tardes pasó en el Retiro, pero la disciplina nos había hecho expertos en las artes de la picaresca y aunque faltáramos a clase ya nos encargábamos de dar el pego y acabar aprobando a fin de curso, estudiando como bestias en los últimos días o echando mano directamente de las malas artes, como el peloteo al profesor o el adoptar esa cara de santo falso que se nos ponía en la recta final y con la que intentábamos que se pensara que a última hora nos habíamos reformado.

El caso es que ahora, y no sé por qué, el alumno novillero no parece tener intención de moverse con la habilidad del pícaro, o sí sé por qué, probablemente el alumno que falta a clase no le tiene demasiado miedo a la reprimenda que le caerá cuando su ausencia se destape. Los que vivimos sinceramente interesados por el mundo educativo, un mundo que, según admiten todas las partes, parece que se tambalea, sabemos que el asunto del recreo es como el del famoso chocolate del loro. Cuántas veces no habrá llamado un profesor a los padres de un alumno para comunicarle que su hijo no aparece por clase y esa madre o bien se ha mostrado incapaz de variar la conducta de su hijo y se ha deprimido por esa culpabilidad extraña con la que ahora vivimos a los hijos, o bien la ha disculpado con argumentos imposibles, o bien ha devuelto la pelota violentamente al profesor lanzándole (¿No se lo creen? Hablen con los profesores) acusaciones marcianas que justificaran las ausencias del niño. El caso es que al niño, que a veces ronda los diecisiete años, se le declara inocente, y se la cargan el padre o el maestro. Con esta idea de la vida es normal, claro, que se cierren las puertas de los institutos: ya que los jóvenes son inocentes, cerrémosles las puertas para que el mundo no les contamine y para que todos estemos tranquilos.

Probablemente el problema estribe en que el nuevo plan de educación ha juntado en los centro de segunda enseñanza a alumnos de edades tan diferentes que las libertades no pueden ser las mismas para un alumno de doce años que para uno de dieciséis. Ni tan siquiera las normas disciplinarias, porque normalmente son los alumnos más jóvenes los más revoltosos, los que se han convertido en la pesadilla de los institutos, no los que se encuentran en el último ciclo. Si poco tenían los profesores de instituto, ahora les llega esa masa brava preadolescente con la que se ven haciendo labor de picadores para desbravar a las reses.

Leí el domingo en este periódico que un estudio refleja el alto índice de depresión que se da entre el profesorado. Me alegro que un estudio refleje lo que ya sabíamos. No hay nada que deprima más que la burla que puede hacerte un niño o un adolescente, nada que te hiera más que su furia. Y a veces esos sentimientos hay que multiplicarlos por los treinta que llenan una clase. Uno cree, honestamente, que una medida tan pueril como la de cerrar una puerta no arregla nada. Tal vez lo que se espera, lo que esperan muchos enseñantes, es que, al margen de las politiquillas de tal o cual partido, habría que dar con esa mesa de hombres sabios que decidieran dedicar su tiempo y su inteligencia a dar un vuelco a un sistema que lo está pidiendo, que se convirtieran en una guía para padres, alumnos y docentes que están (estamos) desorientados. Y que esto cambie para que pueda volver el día en que un joven diga: "Yo quiero ser profesor como mi padre", porque, lo que es ahora, no creo que ningún alumno herede esa extraña vocación de mártir.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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