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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Desayuno con Brancusi IGNACIO VIDAL-FOLCH

Lo de la Columna sin fin de Brancusi es un escándalo incesante -dice Chuqui, el muñeco diabólico que habita en mí (todos tenemos dentro un muñeco diabólico, ¡sí, también usted que va de bueno, seudo Mendiluce!), golpeando con su manita el periódico rumano que lee a veces mientras desayuna-. Fíjate, otro artículo, menuda polémica.Le echo una mirada a la Gaceta de Bucarest del pasado miércoles: el artículo se titula 'La restauración sin fin' y en efecto, el periodista echa chispas, está seriamente enfadado y pone a las autoridades como chupa de dómine. Sesenta años a la intemperie han corroído el metal de la Columna y hubo que desmontarla para su restauración. La demora en volver a erigirla -dice el periodista- se debe a una guerra sorda entre Radu Varia, crítico de arte y presidente de la Fundación Internacional Brancusi (se presenta como ex secretario de Dalí, pero no hay rastro de él en la biografía de Gibson), con Ion Caramistru, ministro de Cultura... El periodista reseña con sarcástico escepticismo el anuncio de que el próximo enero volverá por fin la columna a su lugar, en el conjunto monumental de Brancusi en el parque de Tirgu Jiu (Oltenia, Rumania, de donde quizá Chillida, que escribió: "Necesité a Brancusi para entenderme a mí mismo", sacó la idea de su jardín).

Precisamente es su ausencia, su desaparición transitoria, lo que nos hace pensar en la que sin lugar a dudas es una de las esculturas más importantes del siglo XX. La mayoría de las obras de arte son traicionadas cuando se reproducen en papel en dimensiones reducidas, pero, como apreciará el lector, incluso una pequeña reproducción fotográfica en blanco y negro revela inmediatamente que de esta ingeniosa columna emana una potente ilusión de sublimidad.

¿De dónde procede, qué genera ese impacto? Nos hallamos en condiciones de explicarlo, porque la obra de Brancusi ha sido muy analizada. La supuesta infinitud de la columna, que en realidad tiene 30 metros de altura, la ilustra el "argumento ornitológico" que Borges propuso para demostrar la existencia de Dios y que se resume así: pasa volando sobre nosotros una rápida bandada de pájaros, demasiado rápido para que contemos su número. Ahora bien, o ese número debe poder ser contado, o bien es infinito. Y como es absurdo que esa bandada se componga de infinitos pájaros, tiene que haber un ojo que pueda contarlos, y ojo tan rápido no puede ser humano, sólo divino. Una aporía juguetona, pero cuya incidencia en las limitaciones de la óptica nos viene aquí a propósito. Vemos que la columna -un movimiento sostenido y continuo que incesantemente se repliega sobre sí mismo y regresa al punto de partida, como pasa a menudo en las superficies cubistas- está compuesta de 27 eslabones romboidales, más otro, el último, truncado. La dinámica de las líneas quebradas superpuestas no permite a simple vista precisar la relación entre la altura de un eslabón y la totalidad de la columna: parece que ésta no tenga fin y, en efecto, mentalmente la proyectamos hacia las nubes, sumándole nuevos eslabones.

Eso explica que algunos críticos hayan definido el monumento como una columna que comunica el cielo con la tierra y algún compatriota del artista la vea como tótem, que garantiza protección divina sobre el gran país. Craso error, como el de quienes llaman a Chillida "escultor vasco", pero por eso está sentando tan mal que la Columna haya sido desmontada y que los eslabones metálicos, desperdigados por varios almacenes y hangares, aguarden desde hace demasiado tiempo la restauración prometida. (Llueve en toda la región, en las afueras de Tirgu Jiu repica la lluvia sobre el tejado del hangar, y dentro, tumbados sobre el costado, unos cuantos eslabones oxidados de la "columna sin fin" oyen llover y guardan silencio, pensando "me fumaría un cigarrillo".)

-Ya ves tú la que se ha armado con la restauración de esa escultura -dice Chuqui, mientras mastica furiosamente un cruasán.

-Me recuerda -interviene un señor que pasaba por aquí- el amputado brazo de Pitarra en la estatua de La Rambla.

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Chuqui y yo le miramos fijamente y el señor prosigue:

-¡La de cosas que habrá visto Pitarra desde su pedestal! ¡Ah, si las piedras hablaran!...

-Calla, imbécil -gruñe Chuqui, su boquita convertida en surtidor de migas. Y yo tercio para poner armonía:

-Precisamente una de las cosas lindas de nuestro querido país es la sobreabundancia patrimonial de estatuas y monumentos. Señores, han mencionado ustedes a Pitarra, pero ¿acaso no embelesa también el Goya de la avenida de Roma, el Companys del paseo de Sant Joan? ¿O, en Madrid, el Velázquez, el Valle-Inclán? ¿En Cáceres el monumento a la Vendedora de periódicos, en Trujillo el Pizarro ecuestre? ¿El Fray Luis de León en Salamanca, ocupando la plaza famosa del poema homónimo de Unamuno? ¿En Vitoria el Torero cansado, en un banco en la calle de Dato, y el Ecce homo en la esquina con la calle de San Prudencio? ¿En León el Gaudí que contempla la Casa Botines, y el conjunto monumental de padre con hijita contemplando la catedral?

-Válgame Dios -se admira el señor desconocido-, lo que llega usted a saber de escultura.

-Sí -dice Chuqui en un tono que no me gusta nada-, corretea por el arte con la temeridad del turista y describe sus encantos con el entusiasmo del subastador.

Añade: "Esta cita constituye mi tributo a Wilde en el centenario de su muerte", y luego se hunde en un silencio tétrico.

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