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Tribuna:Un relato de Juan Villoro
Tribuna
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Entre amigos (4)

Juan Villoro

En los años ochenta, Renata quería una vida muy libre, pero también necesitaba coche. Su padre le regaló un Chevrolet y la sumió en contradicciones. Gonzalo Erdiozábal la convenció de mitigar el drama con un rito vernáculo: un sacerdote bendecía taxis el día de San Cristóbal, patrono de los navegantes. Renata no había querido bautizar a Tania. Sin embargo, se sentía tan culpable de llegar a sus clases de antropología en un coche último modelo que el bautizo le pareció una oportunidad de mezclar un regalo burgués con un hecho social.Gonzalo se autonombró padrino de la ceremonia y llevó una hielera con cervezas y botanas del mercado de Tlalpan.

Fuimos a un confín donde la ciudad asombrosamente seguía existiendo. Llegamos tarde y tuvimos que hacer cola entre decenas de taxis. Al fondo, la capilla se alzaba como una casita de muñecas, pintada en azul celeste y rosa mexicano. Gonzalo contrató a un trío para amenizar la espera. Oímos boleros y a la cuarta cerveza sentí compasión por mi amigo. He escatimado un dato esencial: Gonzalo amaba a Renata con desesperación y descaro. Su coqueteo era tan obvio que resultaba inofensivo. Mientras escuchábamos las infinitas maneras de sufrir de amor que proponen los boleros, pensé en el vacío que definía su vida y determinaba sus cambiantes aficiones, la fuga hacia adelante en que se convertían sus años. Algunas mujeres olvidables lo habían acompañado; ninguna le interesó más tiempo que el necesario para tejer un chaleco de colores psicodélicos o aprender las posturas básicas del yoga. Renata servía de pretexto postergado para sus amoríos en falso, la mujer inaccesible y definitiva que lo mantenía en la peor de las proximidades, demasiado cerca para olvidarla, demasiado lejos para olvidar a las otras. Sentí una intensa lástima y le dije a Gonzalo esas cosas que se pronuncian en los silencios de la música sentimental que de pronto regresa a cobrar sus cuentas.

El trío se quedó sin repertorio antes de que llegáramos a la capilla. Cuando finalmente estuvimos a tres taxis de distancia, nos informaron que se había ido el agua, no en la iglesia, sino en toda la colonia. Llevaban meses con el problema y traían agua en cubetas desde una toma a dos kilómetros. Ahora tampoco ahí había agua.

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Vimos el hisopo seco del sacerdote y su rostro cubierto de polvo. El viento hacía volar periódicos y bolsas de celofán.

Renata se resignó a que su auto circulara por el limbo y se estacionara en Antropología sin el prestigio compensatorio de un rito popular. Pero Gonzalo estaba borracho y decidido a ser nuestro compadre automotriz. Pidió que lo esperáramos y se perdió en una calle de tierra. Entramos a la capilla. En un altar lateral, el Santo Niño Mecánico sostenía una llave de cruz, ataviado con un ropón de mezclilla. Su rostro color de rosa, con mejillas cárdenas, parecía trabajado por un pintor de rótulos. Estaba rodeado de exvotos que narraban milagros viales y coches a escala que los taxistas dejaban como ofrendas.

Esto bastaba como sorpresa del día, pero Gonzalo había partido con mirada de poseso. Lamenté su soledad, su pasión vicaria por Renata, mi incapacidad de estar más cerca de él.

Un estruendo y una nube de polvo anunciaron su regreso. Venía al frente de un camión de Agua Electropura. Los botellones de cristal despedían un brillo azulado. Gonzalo amenazaba al conductor con el punzón que usaba para hacer signos de peace & love en madera de balsa. Cuando bajó de la cabina, su rostro tenía el desfiguro de la demencia.

El sacerdote se negó a reanudar el sacramento con agua robada (el conductor no podía vendernos un garrafón: "No me autorizan salirme de mi ruta"). Gonzalo lo abofeteó con un abanico de billetes.

-Esa agua ya fue insuflada por el pecado -sentenció el sacerdote. En el aire polvoso, los botellones refulgían como un tesoro.

-¡Por favor! -Gonzalo se arrodilló con patetismo ante el sacerdote. Dos taxistas nos ayudaron a meterlo al coche. No habló en el camino de regreso. Ya en la puerta de su edificio, me abrazó con fuerza. Olía a sudor y suciedad: "Perdóname, soy el peor amigo", masculló muy quedo. Pensé que se refería a la inútil expedición a la iglesia del Niño Mecánico. Ahora, la pelota de tenis articulaba las cosas de otro modo.

Recordé el fin de semana que pasamos con un grupo de amigos en la hacienda de los Martínez, semanas o tal vez días antes del fallido bautizo. Aunque ninguno de nosotros controlaba una raqueta, la cancha de tenis nos imantó como un oasis disponible. Lanzamos muchas pelotas más allá de la malla metálica, pero sólo importa una. Renata y Gonzalo fueron por ellas. Regresaron una hora después, con las manos vacías. Renata tenía la piel enrojecida. Se mordía obsesivamente un padrastro en el dedo índice.

Ahora la pelota había salido del asiento trasero del Chevrolet. ¡A ese mismo hueco fue a dar mi pasaporte cuando Renata y yo hicimos el amor en el Desierto de los Leones! ¿Podía tratarse de otra pelota? El número de ubicaciones de las pelotas del mundo debe ser inconcebible. Pero había otras claves; la relación con Renata se empezó a enfriar en esos días; sus manos me esquivaban, yo le sobraba en las pocas situaciones en que estábamos a solas. Quizá Gonzalo se arrepintió y el bautizo del coche fue una especie de exorcismo con la víctima como tripulante. De cualquier forma, un dato resultaba irrefutable: encontraron la pelota y la usaron de pretexto para refugiarse en el coche, donde finalmente la perdieron. Renata no volvió a interesarse en el tenis, ni en mí, ni en Gonzalo. Tal vez se divorció en bloque de los dos; no concebía a un amigo sin el otro. Quizá necesitó a Gonzalo como lo que siempre había sido, un arrebato imprescindible y breve. Aunque también él perdió a Renata, mi amigo atravesó la línea que lo separaba de ser un hijo de puta. Cuando dijo "perdóname" se refería a una traición innombrable.

La pelota de tenis me ardió en la mano. Sentí tanta rabia que no pude pensar en otra cosa el resto del día y olvidé la lata con cocaína que había dejado en el Oxxo. Traté en vano de localizar a Erdiozábal. Mis manos se movían con pulsiones de estrangulamiento; las calmé quemando los papelitos que decoraban mi computadora, uno por uno, para que eso pareciera una actividad.

Hojeé revistas viejas; en un Rolling Stone encontré una entrevista con Kramer. Una reportera candorosa le preguntaba: "¿Cuál es su lema?". Curiosamente, él tenía uno: "Flotar en las profundidades". Supuse que eso significaba ser un escritor de éxito, tener un lema. Vi mi computadora apagada. Quemé el último papel amarillo y salí a la calle.

El Parque de la Bola no era el mejor sitio para despejar la mente, sobre todo tomando en cuenta que ahí encontré a Martín Palencia. Llevaba un periódico deportivo y un capuchino en vaso de poliuretano para matar unos minutos antes de llamar a mi departamento. Me dijo que la policía judicial había revisado las pertenencias de Kramer y halló anotaciones sobre la violencia, el secuestro exprés, la ordeña en cajeros automáticos, la gente encajuelada en los coches. ¿Qué sabía yo? Dije la verdad: Kramer no había visto nada, quería escribir cosas siniestras, sus editores de Nueva York le exigían eso; México les parece una reserva para la crónica sanguinaria. Recordé el pretencioso lema de Kramer, ahora realmente lo necesitaba. Palencia estaba muy intrigado por la recurrencia del adjetivo buñuelesco en los apuntes. Era una clave, ¿o qué?

-En relación con México, quiere decir horrendo. Nada más.

Martín Palencia esperaba otra versión de mi parte:

-¿Y el pinche surrealismo? ¿No se le ocurre algún tipo de conspiración?

Me despedí, pero Palencia me detuvo de la manga, con dedos impositivos:

-¿No se le hace raro que no hayan pedido rescate?

Sí, era muy raro. Quedé de informar de cualquier clave surrealista y volví a mi edificio. Katy estaba en la puerta.

-Perdón por venir sin avisar, pero tenía muchísimas ganas de verte -sus ojos despedían un brillo adicional; la luz de la tarde les extraía un resplandor violáceo; se pasó la mano por el pelo castaño, nerviosa-. No siempre soy así, de veras.

Subimos al departamento. Lo primero que hizo fue buscar mi computadora, recién despejada de la hojarasca amarilla.

-Me encantó la idea con la que empiezas el guión: la computadora tapizada de papelitos, como un moderno dios Xipe-Totec. Ahí está la desesperación del guionista y el sentido contemporáneo del sincretismo. Pero no vine a ponerme pedante -me tomó de la mano.

Gonzalo Erdiozábal me había usado como personaje de su sinopsis. Su abusiva imaginación era sorprendente, pero no pude seguirla valorando. Los labios de Katy se acercaban a los míos.

Continuará

Juan Villoro (México, 1956) es autor de El disparo de Argón y La casa pierde (Alfaguara)

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