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Tribuna
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Jaque mate.

En efecto, como ha dicho Arzalluz, el PNV o el "nacionalismo democrático" es el verdadero problema vasco. Y ese problema estriba en dónde ponen ellos lo sustantivo y dónde lo adjetivo: si en su condición de demócratas o en la de nacionalistas. Todo lo demás viene por añadidura.Dos semanas antes del asesinato de Fernando Buesa, un conocido prohombre nacionalista me resumía desesperado la situación con la confidencia de que su partido iba a "apurar el cáliz hasta el final, nos lleven [los de ETA] a donde nos lleven". Bueno, pues hasta aquí les/nos han llevado. Algunos conciudadanos ya no viven para contarlo y cada día que pasa son más los aterrorizados sólo de contarlo. Así se corrobora esa monstruosidad de quienes ante los cuerpos aún calientes de los caídos repiten monocordes que condenar su asesinato "no sirve de nada". Pues como los lamentos proferidos por el PNV no se acompañen de un cambio radical de su política, esas condenas resultan sin duda estériles, pero sólo por ser falsas.

Hasta un ciego advierte que su alianza con EH ennoblece a los bárbaros, porque ampara sus primitivas ideas y torpes propósitos, pero ensucia al resto de nacionalistas y nos hunde a todos. Yo no sé si la fórmula adecuada sería un Gobierno de concentración, como me inclino a pensar, u otra combinación de partidos que excluya a los filoterroristas. Lo que sé, como cualquiera, es que no hay Gobierno capaz de obtener legitimación mientras la gente perciba que gobierna con la anuencia o el permiso de los asesinos. Y sé también que no existe siquiera Gobierno, ni bueno ni malo, ni justo ni injusto, simplemente Gobierno, en tanto no garantice la seguridad física de sus ciudadanos mediante la persecución de los delincuentes. Lo que hoy tenemos es el cínico poder de los que amenazan sobre la impotencia inerme de los amenazados.

Pero, por urgentes que sean las medidas políticas más drásticas, resultarán del todo escasas ante la hondura del mal que, después de haber dejado crecer, ahora se trata de atajar. Basta observar los rostros descompuestos y oír las feroces consignas de los de enfrente para no engañarse sobre la gravedad de un trastorno moral colectivo que puede extenderse todavía a más de una generación. No hay otro remedio que el educativo, y será a largo plazo, pero esa terapia habría que emprenderla desde ahora mismo. Enseñar a debatir desde la tolerancia, desterrar tópicos insanos, revisar la enseñanza sectaria de la historia, sortear el relativismo cultural, proponer unos principios morales universales...; en definitiva, sustituir la formación del espíritu nacional por la formación del espíritu ciudadano, por ahí hay que empezar.

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Claro que nada de eso será posible si la transformación no afecta a la estrategia nuclear del PNV. El nacionalismo moderado ya no puede sostenerse un día más en ese clamoroso contrasentido de efectos letales: la creencia en un único Pueblo vasco y, a la vez, la constatación de una variada Sociedad vasca a la que -para acomodarla a aquél- hay que doblegar como fuere. Esta Sociedad ya ha decidido que hoy no quiere ser eso que los sumos sacerdotes de ese Pueblo dicen que es. El tope electoral del conjunto de los nacionalistas no indica sólo que no pueden ir más allá en sus reivindicaciones, sino que no deben; es menos una señal de impotencia política que el límite de su legitimidad política: a falta de suficientes electores, falla la premisa mayor de su argumento. La Euskal Herria soberana que sueñan, además de imposible, es indeseable. Habrán de reconocer, si no quieren prolongar otros treinta años el sufrimiento general, que ese "ahora o nunca" que parece animarles se ha revelado infundado. Nadie puede asegurar que su meta nunca vaya a ser alcanzable, pero hasta ellos saben que por vías pacíficas y democráticas, ahora, no. El nacionalista moderado se halla justamente en la encrucijada que Weber imaginó para aquel político de vocación "que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias..., y que al llegar a un cierto momento dice: 'No puedo hacer otra cosa, aquí me detengo".

Y, para detenerse y dar la vuelta como debieran, no sólo habrán de calcular en términos de costes y réditos partidarios: tendrán, sobre todo, que comprender. Una por una, tendrán que comprender cuanto antes el significado real de ese nacionalismo étnico que, en la medida en que lo compartan, les aproxima a los más furiosos. Y, si no aciertan a captar su entraña, que la vislumbren al menos a partir de sus terribles consecuencias. Porque no son unas consecuencias deplorables causadas, qué pena, por la intromisión de esos pocos malvados que han torcido la marcha de un sano nacionalismo; son los efectos seguidos de la lógica misma de aquel nacionalismo cuando opera en minoría; es decir, en una población cultural e ideológicamente plural. ¿De verdad que aún no lo entienden? El nacionalismo étnico celebra un Sujeto (la nación) provisto de unos derechos colectivos anteriores y superiores a los sujetos humanos y sus derechos. Y añade que ese nuestro ser nacional determina de antemano nuestro deber político. Éste es algo tan indiscutible, a lo que parece, que no se deja dilucidar mediante procesos democráticos de deliberación y decisión.

Toda nación está siempre en guerra potencial con la vecina; peor aún es cuando algunos se empeñan en forjar una nación como paso previo a erigirla en Estado, porque entonces tienen que guerrear contra sus propios convecinos remisos o disconformes. Si la nación ya fuera, los nacionales nos reconoceríamos en ella y no habría que construirla. Pero, como al parecer todavía no es, la construcción nacional exige la destrucción civil, la represión política, la sumisión personal. Ahí tienen la razón del particular ensañamiento que distingue a todo nacionalismo étnico: que, antes incluso de ocuparse de repartir el poder o la riqueza en su comunidad, se cree llamado a decretar quién debe ser miembro de esa misma comunidad.

De modo que lo primero y lo último puesto aquí en juego es delimitar el "nosotros" y, a tal fin, depurarlo de todo elemento que se juzgue extraño. La depuración civil, o sea, la tarea de fijar quiénes son ciudadanos en plenitud de derechos y quiénes de segundo orden, conduce así a la Udalbiltza constituyente, al censo de patriotas y, en prueba de tal, al documento de identidad vasco. La depuración física equivale a la civil llevada al límite. Los Buesa, López de Lacalle, Pedrosa y tantos otros no eran (¡eran!) sólo adversarios del proyecto nacionalista; en ello mismo demostraban no ser miembros de esta tribu y, a fin de cuentas, carentes del derecho a vivir en ella. Y es que las relaciones en el seno de nuestra sociedad son así de asimétricas: si nosotros podemos acogerles a ellos en la nuestra en cuanto se desarmen, ellos jamás podrían admitirnos en la suya.

El nacionalismo moderado ha de entender, en suma, que ese credo etnicista emboca la política a la brutal dialéctica amigo-enemigo. Más aún: que esa fractura política, como tras cuestionar el ser o no ser ciudadano amenaza hasta el ser o no ser a secas, se convierte enseguida en un abismo trágico. Ya no estamos ante un conflicto negociable en que se dirime el más o menos, sino ante otro innegociable cuya opción discurre entre lo uno o lo otro y, al final, entre unos u otros. Nos han dado el jaque mate. El PNV sabrá si hay que aceptarlo o devolverlo.

Aurelio Arteta es catedrático de Ética y Filosofía Política en la Universidad del País Vasco.

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