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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Papa que queda

El Papa cumplió ayer 80 años; a la edad a la que la inmensa mayoría de los seres humanos disfrutan de un merecido descanso, el Pontífice no descansa. Y en esta ultimísima fase de un pontificado que parece que durará tanto como su titular, desoyendo el coro tan creciente como autorizado que pide su renuncia por razones de salud, Juan Pablo II, además de haber actuado intensamente en lo político durante todo su mandato, se está revistiendo ahora del manto de lo profético.Las celebraciones de Fátima, con la revelación al mundo del tercer secreto que, según la tradición católica, reveló la Virgen a tres pastorcillos portugueses el 13 de mayo de 1917, se presta a algunos comentarios, y no todos amenos. El tercer secreto, tras los dos anteriores sobre la Segunda Guerra Mundial y sobre la revolución comunista en Rusia, nada menos que hacía referencia al propio Papa. En el mismo, la Virgen le habría alertado, puesto que Juan Pablo II tuvo conocimiento del mismo en 1978, al inicio de su pontificado, de que iba a ser objeto de un atentado y que éste se vería frustrado por la divina intercesión, de forma que el turco Alí Agca sólo lograría herir al Papa polaco. Con el milagro, por tanto, hemos topado.

La Iglesia no exige una creencia dogmática en las intervenciones milagrosas, o por lo menos destacados teólogos afirman que los católicos no tienen por qué considerar indiscutible la acción de la mano de Dios en los asuntos terrenales, pese a que, indudablemente, todo el creer y el saber católicos hallan una gran base de sustentación popular en ese tipo de supuestos fenómenos. Y es ese aspecto de la acción pontifical, el milagrero y profético, el que parece que se quiere subrayar a partir de Fátima, donde los actos multitudinarios han bebido tanto de la literatura de Nostradamus -el secreto rezaba: "Ataque a un obispo ataviado de blanco"- como de la escenografía a lo David Copperfield.

Autorizadas voces apuntaban estos días en Italia a que habría un interés vaticano en perfilar este fin de pontificado, de forma que un día se pueda acometer la beatificación del propio Juan Pablo II. Evidentemente, la Iglesia obra en su derecho y dentro de su tradición al promocionar a la santidad -una especie de cuadro de honor del catolicismo- a determinadas personas, y los fieles sabrán el uso que deban hacer de la existencia de ese sacro areópago; pero al mismo tiempo el Papa ha mostrado, él, tan político, una cierta insensibilidad ante el carácter divisorio y de recordatorio de viejas heridas que en ciertas sociedades puede representar ese estajanovismo canonizador. Para España se avecina una nutrida falange de beatificaciones por méritos contraídos en la guerra civil, y México va a ver multiplicado por 28 el número de santos que pueblan el almario guadalupano.

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Podrá decirse que esa voluntad de acción vital responde a las características de su pontificado. ¿Acaso no fue el Papa agente fundamental en la caída del comunismo? No en vano el entonces secretario del PCI, Enrico Berlinguer, dijo al conocer el nombramiento de Wojtila: "¡La que nos cae encima!". Pero ello no obsta para que el Papa dé en este umbral del siglo XXI una imagen de la Iglesia extremadamente marcada de personalismo y de música de las esferas, a la vez que repleta de consecuencias materiales con las que no ha de ser preceptivo, ni tan siquiera para los católicos, estar de acuerdo.

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