Tres días de enero
IMANOL ZUBERO
El pasado jueves día 20 recordábamos en mi pueblo, Alonsotegi, el vigésimo aniversario del atentado que acabó con la vida de Liborio Arana, Manuel Santa Coloma, Mª Paz Armiño y Pacífico Fica. Aquel 20 de enero de 1980 un grupo denominado Grupos Armados Españoles colocó una bomba en el Bar Aldana. La explosión destrozó el edificio, que en los días siguientes hubo de ser derribado. Era un sábado por la noche y el bar se encontraba lleno de gente. Un bar de pueblo, un bar popular, por el que pasaban las cuadrillas de txikiteros, en el que se jugaban partidas de mus, en el que las cuadrillas merendaban, lugar de encuentro para quienes por aquellos años empezábamos a degustar nuestra mayoría de edad. ¿Por qué? Los propietarios del bar eran unos conocidos militantes nacionalistas.
Ya no recuerdo si hubo reivindicación. Es probable que los asesinos actuaran amparados en "razones políticas". Es lo mismo: nada puede explicar un acto tan brutal. Fue el segundo y último de los atentados reivindicados por los GAE, una de esas siglas perfectamente intercambiables a las que durante años recurrió el terrorismo negro crecido al calor de un Estado que seguía manteniendo en su seno personas y aparatos franquistas. Sólo unos días antes, el 16 de enero, habían asesinado en San Sebastián a Carlos Zardice, un comerciante que al parecer colaboraba con Gestoras Pro-Amnistía. Nunca más volvieron a reivindicar una acción. En adelante, hasta la aparición de los GAL en 1983, el Batallón Vasco Español se haría cargo de lo único que el fascismo sabe hacer: amenazar, amedrentar, asesinar. La triple A.
El viernes 21 ETA asesinaba en Madrid al teniente coronel Pedro Antonio Blanco García. En la confusión provocada por el atentado moría también Juan Carlos S.R. Que su muerte fuera casual, que se tratara de un delincuente, no quita valor a su vida. Era ya mucho tiempo sin hacer lo único que sabe hacer: amenazar, amedrentar, asesinar. Como en la fábula del escorpión y la rana, ETA no ha podido resistirse a las más profundas pulsiones de su ser. El escorpión necesitaba de la rana para poder cruzar el río pero, a pesar de su promesa de mantener su ponzoñoso aguijón envainado a cambio de viajar sobre el dorso de la rana, en mitad del río, donde el agua corría más caudalosa, clavó su dardo en la espalda del batracio que lo transportaba. ¿Cómo has podido hacerme esto?, preguntó la agonizante rana. ¿Acaso no te das cuenta de que si tu veneno me mata el río te matará a ti, incapaz como eres de nadar? Lo sé, respondió el escorpión; pero es mi naturaleza: soy un escorpión. ETA ha desplegado su aguijón cuando estaba en mitad del río a lomos de Lizarra, ese entramado construido con esfuerzo y riesgo por el nacionalismo vasco para posibilitar a la izquierda abertzale el paso de la violencia a la política.
El sábado 22 tuve que viajar a Madrid para participar en unas jornadas organizadas por Justicia y Paz. El cielo, de un brillante azul, parecía querer compensar la frialdad de una mañana en la que los termómetros habían amanecido por debajo de cero. Tenía un par de horas antes de la conferencia. En otra ocasión las hubiese aprovechado para acercarme hasta la Cuesta de Moyano y sumergirme entre sus libros de ocasión. El sábado me dirigí hacia la calle Pizarra, situada a un paso de la calle San Buenaventura, donde tenían lugar las jornadas. La explosión no sólo había dejado huella en los edificios. También las miradas y las voces de la gente aparecían heridas.
Esta vez Iberia se portó y llegué a tiempo de participar en la concentración convocada por Gesto por la Paz en Alonsotegi en la noche del sábado. Estuvimos poco más de cuarenta personas. Bastantes habíamos coincidido en el homenaje del jueves a las víctimas del Bar Aldana. Como en otras ocasiones, dos terceras partes de los concentrados eran militantes del PNV, entre ellos los concejales de este partido y el alcalde. En silencio, por segunda vez en tres días repetimos una misma ceremonia de dolor, solidaridad y condena. Contra el fascismo, tanto el jueves como el sábado.
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