POLÍTICA LINGÜÍSTICA Habla bien, habla andaluz
Yendo a ninguna parte me encontré el otro día con un grupo de personas, convocadas por Nación Andaluza, que se manifestaban en contra de Canal Sur porque no promociona el habla andaluza, tal y como le exige su ley de creación. Siempre he sido muy reacio a la campaña "Habla bien, habla andaluz" y, en general, a cualquier sitio de política lingüística que vaya más allá de la consideración de la lengua como un derecho individual. La inmersión lingüística, la obligación de denominar a las empresas en el idioma oficial, la prohibición de comercializar objetos con palabras extranjeras cuando se les pueda nombra con palabras vernáculas y otras muchas técnicas similares, que priman lo colectivo sobre lo individual, me producen un instintivo rechazo, por más que se trate de disposiciones empleadas en países de gran raigambre democrática como Cataluña, Quebec y Francia y por más que un lingüista de la talla de Lázaro Carreter proponga que se adopten medidas legales para defender el castellano.Sin embargo, ese día estaba especialmente dispuesto a cambiar de opinión, como el náufrago ateo que en medio de la tormenta descubre su fe, porque llevaba media mañana navegando por las tiendas de Granada en busca de unos pantalones de determinada marca, sin más resultado que las continuas negativas de los empleados, pronunciadas siempre con una impecable dicción madrileña. Ya sé que tampoco los tendrían (o peor: no me quedarían bien) si me hubieran hablado en nuestro áspero granadino, pero después de casi un mes fuera de casa uno anhela que le hablen con su mismo acento. Además, ha sido un mes en el que, dando tumbos por Andalucía, se me han acumulado las anécdotas sobre el particular: en Málaga, sorprendido porque todos los alumnos de una reputada escuela de hostelería hablaban fino, le pregunté al director por la causa de la masiva presencia de castellanos y me respondió que la gran mayoría eran andaluces, pero que se esforzaban por "hablar bien"; en Cádiz, una locutora de radio pública me contó que cuando empezó a trabajar, hace unos 10 años, la obligaron a desprenderse de su seseo a base de practicar con un lápiz debajo de la lengua; por último, en Sevilla una juez de prosodia vallisoletana me confesó que había perdido su habla natal estudiando las oposiciones porque su preparador la convenció de que "quedaba mucho mejor" explicar el juicio de menor cuantía en castellano que en andaluz.
Cuatro anécdotas y una manifestación son demasiado, incluso para un recalcitrante antiprohibicionista como yo, así que de pronto tomé conciencia de que algo habría que hacer para defender el andaluz.
Desde luego, mi conversión no ha ido tan lejos como para pedir que en las oposiciones se puntúe más a quien habla andaluz o que se reimplante la censura de los libros de texto -felizmente abolida por Pezzi- para cambiar las palabras castellanas por las andaluzas, al estilo de aquel consejero que obligó a escribir "babuchas" en lugar de "zapatillas", según ha contado alguna vez Muñoz Molina. Ni siquiera llego a pedir que se fomente el andaluz en los medios de radiodifusión (no vaya a ser que eso sirva para impedir la llegada de profesionales foráneos); pero sí que me gustaría que los poderes públicos ayudaran a extirpar lo que es un muy difundido estereotipo y que está en la base de los cuatro comportamientos que he contado: el acento andaluz como prototípico de personajes poco educados, pueblerinos, socialmente inferiores; algo, por tanto, que es mejor no usar cuando se está ante extraños.
Ahí sí que puede echar una mano Canal Sur. Aunque el grueso de la tarea es responsabilidad de todos los andaluces y consiste en quitarnos de encima cierto complejo de inferioridad que todavía mantenemos frente a los que hablan fino. Se trata, simplemente, de seguir la receta que dio Gonzalo de Berceo hace ya más de 700 años: no hay que avergonzarse de usar el román paladino, que es como "suele el pueblo fablar a su vezino".
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