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LA CRÓNICA Acrobacias de la voz PONÇ PUIGDEVALL

Daba por supuesto que alguno de los imponderables de la vida nocturna (el inicio de una úlcera, un ataque de gota, las quejas impertinentes del hígado: nadie es inmune a los excesos) lo había inducido a retirarse de su lugar en los bares, pero no fue hasta hace poco que descubrí las razones de su ausencia. Con este amigo solía coincidir en un momento u otro de la noche, comentábamos las últimas lecturas, criticábamos las hazañas del escritor más aburrido de la actualidad, en ciertas ocasiones ensayábamos algún intento de aproximación a cualquier grupo de mujeres solitarias y luego, después del fracaso, cada cual por su lado se aventuraba hasta el fin de la noche. Daba por supuesto que mi amigo se había visto obligado a retirarse, pero el otro día, al salir del cine, coincidí con él en el vestíbulo y me explicó que ahora trabajaba hasta la madrugada y que aquélla era una de sus dos noches libres. Me explicó que trabajaba como telefonista en una línea 906, y no se hizo rogar cuando le pedí que me informara sobre sus actividades: ni la imaginación más exaltada puede concebir los casos reales con que debe enfrentarse cada noche.Las líneas 906 pueden considerarse como la versión actualizada de los antiguos consultorios sentimentales de la radio. La diferencia más notable es que lo que antes era de dominio público se ha trasladado ahora al ámbito de lo privado y, consecuentemente, permite insistir desde el anonimato y sin censuras en las fantasías que se fraguan en la intimidad: una de las perplejidades con que se enfrentó mi amigo la noche de su debut fue la constatación de que buena parte de sus compañeros trabajaban con un chupa-chups en la boca. Pronto descubrió las razones, pero antes tuvo que aprender a interpretar las cartas del tarot porque uno de los servicios que ofrece este tipo de empresas, y no es poco el éxito de la demanda, es el de la cartomancia vía telefónica. Hay algo de mezquino en la mayoría de consultas, hay quien quiere saber si su suegra acabará muriéndose algún día, hay quien se preocupa por averiguar si le aguarda un futuro milllonario, hay quien desea confirmar las sospechas de infidelidad de su pareja, y hay quien desea conocer el desenlace de una pasión no correspondida. Pero mi amigo también ha atendido casos más entrañables, como el de un futbolista de Segunda División preocupado por descubrir si durante la temporada alcanzaría la titularidad y cuántos goles marcaría.

El otro servicio recibe el nombre de línea abierta y, si bien en teoría cualquier persona puede llamar para hablar sobre cualquier tema, mi amigo pronto evidenció que los usuarios se centran exclusivamente en cuestiones de índole sexual. Pero no se trata de un consultorio informativo, no es un consultorio sobre el aprendizaje sexual, sino que el objetivo de quien marca el prefijo 906 es el de satisfacer unas urgencias que otros solitarios solucionan, por ejemplo, yendo a los prostíbulos. Hay clientela femenina, evidentemente, pero la mayoría de usuarios que debe atender mi amigo solicitan la representación de escenas homosexuales. Con frecuencia, para teatralizar el coito, es imprescindible adornar la conversación con acrobacias de la voz, y entonces es necesario recurrir a lo que puede calificarse como efectos especiales. De ahí la presencia de un chupa-chups en la boca, o la precisa colocación del dedo pulgar presionando en el interior de la mejilla, para conseguir así la verosimilitud exigida por el usuario cuando pide que se le ofrezca, pongamos por caso, una felación. Al mismo tiempo, hay que ser rápido de reflejos y poseer una dúctil inventiva para improvisar y satisfacer y estimular con argumentos válidos las ansias de fantasía que se solicitan desde el otro lado de la línea. Cuando cesan las palabras, y el telefonista sólo oye gemidos, jadeos y algún gruñido, es que se ha cumplido la labor con eficacia. Para el usuario, de la persona al otro lado del teléfono sólo interesa lo que pueda decir y escuchar, el placer erótico de una palabra que crea imágenes y que funde lo verdadero con lo imaginario. Hay quien repite la experiencia con el mismo telefonista, e incluso hay quien se atreve a pedir una cita para conocer personalmente al dueño de la voz, pero detrás de cada llamada se intuye la sordidez de un drama de soledad y una existencia anodina, la tragedia de una timidez exacerbada o el desarraigo insoportable de alguien torturado por la incomunicación: la paradoja es que el onanismo telefónico sólo debe confirmar la soledad que se quiere romper.

Y mientras con mi amigo íbamos recorriendo los bares, hablando de las últimas lecturas, de Vox, de Nicholson Baker, y Miss Lonelyhearts, de Nathanael West, mientras criticábamos al escritor más indigesto de la actualidad e intentábamos infructuosamente seducir a los grupos de mujeres solitarias, de vez en cuando caíamos en la cuenta de que en aquellos momentos, en algún rincón de la ciudad, alguien insomne o desvelado, entristecido o desesperado y tan a la deriva como nosotros, se disponía a descolgar el teléfono y permitir que su voz de corazón solitario cediera a los desatinos de la imaginación.

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