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La política, contra las ventanas

Andrés Ortega

El Gobierno de EE UU le ha ganado en los tribunales una primera batalla a Microsoft. No es seguro que triunfe al final, pero, en todo caso, es un primer intento de morder en un cuasi monopolio, el de Windows (ventanas o iconos) para los sistemas operativos de los PC. Puede que el dominio del producto de Gates sea temporal, pero no hay nada seguro. La vieja solución, en casos similares, hubiera consistido en nacionalizar Microsoft, o al menos el sistema Windows. Pero tal solución, en la era de la globalización, no tiene sentido. ¿Globalizar, pues, Windows? Tampoco, pues no significa nada. Hacerlo gratuito, sí, como ha ocurrido con el sistema Linux, aunque esto hubiera ido contra la nueva economía, el "capitalismo del conocimiento", que, según Charles Leadbeater (Living on thin air, Penguin, 1999), está "impulsado por la generación de ideas y su transformación en productos comerciales y servicios que los consumidores deseen". De hecho, EE UU, de otro modo, lo ha hecho al regalar al mundo dos cosas importantes: Internet y el GPS (Global Positioning System), que utilizan ahora desde los barcos hasta los automóviles.¿Estamos ante una batalla ilusoria de la política contra el mercado? No. La Comisión Europea, en lo que se ha convertido en una de sus áreas de mayor poder, la política de la competencia, consigue condicionar las fusiones de grandes empresas o las ayudas públicas, incluso las de compañías de alcance mundial, estadounidenses o de otras zonas, que acaban teniendo que acatar las leyes europeas. Es una forma esencial de ver cómo colectivamente, a través de instituciones supranacionales, se puede retomar un control político perdido de forma horizontal, un fenómeno que se va a agravar, por ejemplo, en un caso paralelo al de Windows, pero más grave, cuando se empiecen a patentar genes de importancia.

Individualmente, los Gobiernos están perdiendo control a marchas frozadas frente a las consecuencias de las nuevas tecnologías y unas empresas, unas multinacionales, cada vez más numerosas y, en ocasiones, cada vez más grandes, que escapan a todo control, incluso, a menudo, al de sus propios accionistas. Esas multinacionales que fueron la bicha del izquierdismo de antaño, cuando en 1970 eran sólo unas 7.000. Hoy suman 60.000 o más, con medio millón de filiales. Su comercio interno (entre filiales y casas centrales) representa ya una tercera parte, y sus ventas globales, un 70% del comercio mundial.

Para muchos países del Tercer Mundo, la globalización representa un peligro, pero también una oportunidad de sumarse a la economía mundial. Ahora bien, en tal situación en que el mercado tira de lo demás, es saludable el diagnóstico que ha hecho la Internacional Socialista en su XXI Congreso en París sobre la necesidad de que la política tome las riendas de la globalización, para aprovecharla mejor, encauzarla y corregir sus efectos, en vez de dejarla como un caballo desbocado. Traducirlo a la práctica será otra cosa. La IS se aleja de ciertos dogmas, en aras de una mayor intervención no sólo de la política nacional, sino también de la internacional o global, a través de instituciones renovadas. Es decir, pasar a la esfera supernacional mucho de lo que antes quedaba en el ámbito de decisión estatal. Pues, como indica David Held, que ha publicado, junto a otros autores, uno de los análisis más completos sobre la globalización (Global transformations, Polity Press 1999), "el espacio político, en lo que atañe al gobierno efectivo y al control del poder político, ya no coincide en sus límites con un territorio nacional definido". Held, actualizando antiguas expresiones, prefiere hablar ahora de la aparición de "comunidades de destino solapadas". Por eso, el intento de recuperar la "primacía" de la política ha de tener, necesariamente, una dimensión global. Pero el problema es que, en esa dimensión, no rigen los criterios democráticos, sino esencialmente los del poder y la eficacia.

aortega@elpais.es

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