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Tribuna
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A mil quinientas

Lo contrario de la realidad es el Ejército, esa extraña institución cuyas reglas, actuaciones y métodos son tan distintos a los del mundo civil que, a menudo, no parecen surgir de ámbitos diferentes, sino de sistemas solares distintos: el que no haya estado nunca en un barracón de Infantería, que pase allí un par de semanas y verá cómo sí que hay vida en otros planetas. La sociedad civil y la militar se distinguen en un millón de cosas y afrontan de manera opuesta muchos conceptos básicos, pero sobre todo, el más importante de todos, que es el concepto del tiempo, algo que en nuestra zona se considera valioso e imprescindible, y que en la suya es una cuestión sin demasiado interés, un asunto casi burocrático: cualquiera que haya hecho la mili habrá sufrido un golpe muy duro al darse cuenta de eso, al ver cómo la supuesta importancia del tiempo es abolida de un solo golpe en los cuarteles, cómo se atempera al otro lado de sus muros esa frialdad entre espiritual y mecánica con que los relojes parecen recordarnos, una y otra vez, la trascendencia de cada minuto, la necesidad de no detenerse, de avanzar un poco con cada paso, de no quedarse rezagado con respecto a los otros.Eso desaparece en cuanto te cortan el pelo y te ponen el uniforme, en cuanto notas que, de pronto y por orden del Gobierno, tu vida tiene que ralentizarse de un día para otro, tiene que variar de manera que lo que antes ocupaba el primer plano -los estudios, la familia, el trabajo- pueda pasar a una segunda fila y lo que era imprescindible se vuelva menor, relativo. Al diablo las matemáticas, los libros, las oposiciones; lo único que importa es darle al centro de la diana con una pistola, desfilar en línea recta, tener limpias las botas, saber cómo saltar una alambrada. Por renunciar a todo lo que les importa en nombre de todo lo que no les interesa, el Gobierno gratifica a cada uno de sus soldados forzosos con una paga de 1.500 pesetas. ¿No ven lo caro que resulta el tiempo en un lado y lo barato que lo pagan en el contrario?

La desaparición absoluta del servicio militar está prevista para el año 2002, pero ni parece muy clara ni va por buen camino, en primer lugar porque los jóvenes no acuden en el número que se esperaba al reclamo de las fuerzas armadas profesionales y, en segundo lugar, porque la palabra del Gobierno en este asunto es más difícil de creer que los 35 centímetros del aparato del conde Lequio, si tenemos en cuenta que el PP también prometió hace tres años subir el sueldo de los reclutas hasta la mitad del salario mínimo interprofesional, con lo que ahora deberían estar cobrando alrededor de 35.000 pesetas al mes y dos extras. Como la mili en Córdoba y Sevilla no me dejó tonto del todo y aún sé sumar y dividir, me parece que a cada soldado le están quitando 33.500 de las 35.000 pesetas que se supone que iban a darle. ¿Nos podemos fiar de lo que prometa esta gente? Cuando aún no se ha ido o cuando ya se ha vuelto del servicio militar, se cuentan muchos chistes, pero hay personas para las que la cosa no tiene la más mínima gracia mientras están allí dentro. A mí no me gustó y sigue sin gustarme, no me gustan ni las armas ni los que las llevan, no me interesa la dignidad de los generales ni la hombría cuartelaria de los sargentos, me asquean los galones y la obediencia ciega, me desesperan los códigos de honor y los pactos de silencio, me aburren los símbolos y la parafernalia que acompaña a todo ese circo. Tal vez esté equivocado, sea injusto o hasta irresponsable. La diferencia es que, tengan o no razón, ellos son los que me hicieron perder a mí un año y medio de mi vida a cambio de nada.

Paseo por Madrid y no puedo dejar de estremecerme cada vez que me cruzo con ellos, con los soldados que viajan en un tren o deambulan por la ciudad con cara de animales perdidos en la selva equivocada. No puedo dejar de estremecerme cuando pienso en el tiempo que les hacen perder y en lo poco que valoran ese tiempo, sus vidas: 1.500 al mes. Ésa sí que es una broma, y de las buenas.

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