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Kafkiano

LUIS MANUEL RUIZ -Maestro -preguntó el muchacho-, ¿qué significa esta palabra? El profesor, amigo mío, explicó pacientemente a los adolescentes que la palabra que figuraba en su libro de texto procedía por derivación del apellido de un viejo escritor checo o alemán que fue perpetrador, a principios de siglo lo menos, de abstrusas historias con paisajes muy siniestros donde nadie entiende nada y al final todo el mundo acaba por morirse después de cien o doscientas páginas de espesas digresiones oníricas. En la memoria del alumnado se grabaría con especial rotundidad, por lo sofocante, uno de los relatos en los que el profesor se detuvo: en él, un señor es procesado por un crimen que no conoce; apela a la Administración de Justicia, se enzarza en una jungla de instancias, reclamaciones, suplicatorios, y finalmente muere sin que el aparato burocrático que le ha condenado pueda detallarle en qué consistió su delito. El argumento compungió suficientemente a los alumnos como para que se hicieran cargo de que aquel escritor alemán debía ser importante y sesudo, pero algún muchacho siguió molesto por el adjetivo, y pedía ejemplos. Ahí mi amigo le miró tristemente y recitó una larga historia, no menos enrevesada y tenebrosa que la precedente. -Mirad, hijitos, -suspiró- yo debo haceros una confesión: aunque esté explicándoos Filosofía, soy profesor de Latín. Estudié en cinco años la carrera de Clásicas y, con gran esfuerzo y denuedo por mi parte, logré obtener una plaza de docente en la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía después de otros dos. Durante un tiempo ejercí mi ministerio con ecuanimidad y buen criterio, enseñando aquellas cosas de las que sé y en la que graves doctores me instruyeron: declinaciones, ablativos y aoristos. Pero un día, por criterios de conveniencia metafísica que sólo ella en su sabiduría debe vislumbrar, la Administración que me sostiene y ampara decidió mudarme de centro insertándome en unas ristras de nombres y apellidos que se colocaban en los paneles de unas remotas oficinas de una ciudad desconocida con 20 días de retraso sobre lo anunciado. Allí descubrí que se me enviaba a puntos de la geografía opuestos a los que yo había formulado en mis peticiones, y que si quería protestar, aventura de la que desistí a poco, debía arrostrar colas ganaderas frente a una ventanilla en la que un señor mal encarado recitaba para nosotros una ley que nadie conocía. Marché a donde se me ordenaba, y pronto mis cuitas fueron otras. Pues allí descubrí que nadie me necesitaba, a pesar de lo cual estaba obligado a permanecer incuestionablemente en mi lugar: me devané los sesos e indagué en las más altas esferas tratando de descifrar el motivo por el que se me asignaba un lugar donde nadie requería conocer el latín, y donde se me endilgaron materias estupefacientes de las que jamás había tenido noticia, como Recursos Naturales de Andalucía o Matemáticas Aplicadas a la Vida Diaria. Después de visitar despachos, recorrer pasillos y redactar peticiones, entendí que me enfrentaba con un enigma insoluble como el universo, y que las respuestas que exigía sólo podían proporcionármelas inteligencias supraterrenas, como Dios y los ángeles. Y así, queridos míos, hasta el día de hoy, en que no sé si mi breve vida bastará para enfrentarme a la oscuridad de un problema de esta envergadura. El muchacho cabeceó y dio su respuesta con un resoplido: -Sí, ahora entiendo la palabra, pero no me gusta.

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