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Marinero de tierra

Fue una hermosa divisa romántica: "Navegar es necesario", que debió de encandilar, con especial atractivo, a los habitantes del interior. No sorprende entre la gente de los litorales, aunque pienso que durante milenios primaba el afán y la ganancia de los pescadores por arrancar los frutos a la mar. Quienes buscan peces regresan pronto a la orilla para venderlos. El temido Mediterráneo se enfadaba al recibir el soplo airado de los vientos que bajan por el tobogán de los valles. Hacia Poniente, la frontera infranqueable, non plus ultra, que la terquedad de Colón sobrepasó con escaso contento de su tropa. Lo tradicional y sensato era ir a las Indias con el sol de frente y por tierra, como Marco Polo, o venir a caballo, como Atila. Por eso estimo de mérito a los individuos de tierra adentro cuando se hartaron para echarse al agua y buscar un futuro que no podía ser peor que lo que dejaban a la espalda.En los grandes capítulos de nuestra historia aparece mucho personaje del interior y, a poco que rebusquemos, saltan capitanes de navío nacidos en las mesetas castellanas. El más alto grado era el Almirantazgo de Castilla, ahora sin costas tras la emancipación autonómica de Cantabria, de soltera Santander, aunque parecían los pasiegos y foramontanos muy satisfechos de ser caput Castiella, magistralmente relatado por Víctor de la Serna. Eran otros tiempos. Recuerdo ciertas remotas navegaciones en unos barcos construidos en la autarquía de los años cuarenta, cuyas entrañas se averiaban cada dos por tres y nos pasábamos una de cada dos singladuras al garete, antes de llegar a Alejandría, puerto de retorno. La tripulación era vizcaína -como la compañía armadora- y pienso que sólo el carácter bienhumorado y reiterativo de aquellos marinos de Plencia, Mundaca y Bermeo podía soportar tan renovado y exasperante estropicio. La naviera ha desaparecido, y les hablo del 1946 al 1948. Un grupo de amigos bilbaínos se propuso abrir rutas y comercio, inéditos hasta entonces para los españoles con el prometedor futuro del Oriente Medio, que se veían obligados a manumitir Inglaterra y Francia. El trueque inicial era bien simple: llevar corcho de los bosques de Girona y volver a tope con algodón egipcio. En aquellos cascarones de artesanía trabajaba como un negro el tercero de a bordo -el segundo era el capitán, después de Dios-, el chef, jefe de máquinas afanado en remendar las calamitosas calderas y los defectuosos motores. La vida a bordo en aquellos pequeños navíos era una flotilla, estaba reglada, como el trabajo por turnos en una fábrica, leyes del mar inviolables; los oficiales y marineros entretenían las inertes horas a la deriva en idear complicadas bromas que tenían como destinatario al radiotelegrafista, único tripulante no vascongado: era de Madrid. Ni connotaciones xenófobas ni despreciativas, sino que el género de chanzas era tan complicado y meticuloso que necesitaba de la colaboración o complicidad de todos. Pacientemente despertaron la codicia de El Radio -era un muchacho excelente e ingenuo- vertiendo en su oído la tentación de hacer un rápido y próspero negocio comprando boinas en Tolosa para venderlas en Estambul donde, ciertamente, escaseaban. "Tú puedes hacerlo, porque no trabajas al llegar a puerto y porque tu camarote tiene más independensia". En un segundo viaje, meses más tarde, comprobé que las chapelas seguían en la cabina del radiotelegrafista, lugar muy angosto. Los bizantinos regresaban al fez de fieltro rojo, después de la muerte de Atatürk. "No has dado con el tipo adecuado. Estos turcos son muy complicados. ¿Has visto boinas por las calles? Señal de que faltan", renovaba la ilusión de cubrir cráneos otomanos.

Le indujeron a emprender otras cosas más descabelladas aún. La módica desconfianza que pudiera oponer aquel joven naufragaba ante el goteo tenaz que iba formando en su interior una atractiva y falaz estalagmita. Repito, ninguna malevolencia sino el impulso creador y parsimonioso de llenar las lentas jornadas a la deriva. Todos sabían que si sobrevenía algo al pasar el golfo de Lyón, cuando el viento encajonado en el cauce del Ródano se lanza al mar con ciega violencia, la vida y la salvación de todos estaba en el pulso sobre el Morse del crédulo madrileño, marinero de agua dulce y frustrado hombre del negocio import-export.

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