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En tierra de nadie

El día en que enterraron a su hijo Riki, Marina Foret prometió que el sufrimiento que atormentó al muchacho a lo largo de sus 26 años de vida no quedaría en el olvido. Al día siguiente, comenzaba a escribir el libro Mi hijo, personalidad "borderline" (Ediciones STJ), que el pasado martes se presentó en la sede de la barcelonesa Asociación Catalana de Integración y Desarrollo Humano (ACIDH), la única entidad que en España ofrece una atención integral a personas con trastorno límite de la personalidad. Quienes padecen este trastorno no son deficientes psíquicos, con lo que no pueden beneficiarse de las ayudas que la ley garantiza a este colectivo, pero su coeficiente intelectual roza la normalidad -entre el 75% y el 85%- y sufren continuas crisis psíquicas que les incapacitan para enfrentarse a las metas cotidianas que para otros son fácilmente superables. El libro de María Foret consta de 80 páginas inquietantes en las que se relata con extraordinaria serenidad el dolor de un joven que se hundió "porque no pudo hacer frente a la incomprensión y la marginación social, a la ignorancia y a la enfermedad" que padecía. Es, a la vez, el testimonio de una madre que sufrió tanto o más que su hijo por "no haber podido hacer nada más" de lo que hizo para ayudarle y por no encontrar soluciones ante un síndrome hoy prácticamente desconocido. El trastorno borderline constituye un terreno casi virgen para la investigación científica y se desconoce cuántas personas lo sufren en Cataluña y en el conjunto de España. Cinco años después de la muerte de Riki en un accidente de moto, Marina Foret sigue formulándose mil preguntas acerca del calvario que sufren las personas que viven en este límite entre la normalidad y la locura, en esta tierra de nadie tan rechazada en nuestra sociedad, en la que la imperfección molesta y en la que sólo tienen cabida el éxito, la inteligencia y la belleza. "El culto que se rinde a estos valores hace que los padres tiendan a presumir de hijos perfectos y a ocultar los fracasos", afirma Francisco Sabañés, el psiquiatra que trató a Riki. Según este médico, ningún diagnóstico en psiquiatría es tan complejo como el del paciente con trastorno borderline de la personalidad. "A menudo", dice, "se llega a esta conclusión después de otros diagnósticos parciales -fracaso escolar, hiperactividad, depresión, drogadicción, fobias, bulimia, anorexia-, que no son más que las distintas caras de este poliedro complicado que es la personalidad borderline". A Riki le diagnosticaron la enfermedad a los 20 años. Fue entonces cuando Marina Foret oyó por primera vez en su vida hablar del trastorno borderline de la personalidad, pese a que llevaba años peregrinando por consultas de psicólogos y psiquiatras en busca de ayuda. Si bien de niño Riki era "algo diferente" a sus tres hermanos, "excesivamente dócil, frágil, cerrado en sí mismo e inseguro", su madre ni se imaginaba lo que le venía encima. Los síntomas de este trastorno suelen aparecer de forma clara al principio de la adolescencia. Esto es lo que le ocurrió a Riki. Cuando fue expulsado del colegio -el fracaso escolar es uno de los síntomas del síndrome-, el joven empezaba a penetrar en un círculo de trastornos psíquicos del que ya nunca escaparía. "Las crisis aparecían de forma inesperada, con motivo o sin él, y como habían llegado, desaparecían", explica la madre. "No sabíamos cómo actuar porque empezamos a sentirnos incapaces de corregirle por temor a sus reacciones desmesuradas". Llegaron las depresiones, que sumían al muchacho en una total apatía que rozaba el autismo. "Eran caídas brutales y los esfuerzos para salir de ellas eran dolorosos", recuerda la autora. De repente, sin previo aviso, aparecían la hiperactividad y la euforia. Luego, le tocó el turno a la esquizofrenia. La bulimia y la anorexia tampoco perdonaron a Riki, que fue siempre muy consciente de las facetas por las que atravesaba, incluida la de la normalidad: "Mamá, qué me pasa?". Marina no tenía respuesta a la pregunta de su hijo. El joven fracasó en el mundo laboral: primero en la empresa familiar, donde su autoexigencia para alcanzar "un perfeccionismo enfermizo" creó un ambiente de tensión a su alrededor; luego en otros trabajos esporádicos, que abandonaba tras continuas bajas por crisis depresivas. Los problemas para la familia de Riki se hicieron "grotescos" cuando éste cayó en el mundo de la droga, el alcohol y la prostitución. "Alguien, no sé quien, le vendió la gran mentira. Se aprovechó de su angustia, su debilidad, su enfermedad", lamenta la madre. Tras dudarlo mucho, los padres le llevaron a un centro de rehabilitación de toxicómanos, pero la terapia fracasó, "porque él no era propiamente un drogadicto". En sus últimos días de vida, su obsesión era la moto con la que encontró la muerte. "Subido a ella se sentía más seguro y era feliz", recuerda Marina. "Sabíamos que era un riesgo", añade, "pero ante cualquier decisión que tomamos, nunca tuvimos garantías de acertar". A través de su libro, la autora reclama a la sociedad que comprenda a estos enfermos, a los padres que asuman el problema, a la ciencia que lo investigue y a los políticos que garanticen la protección de estas personas.

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