Final de partida
El SENADO ha sacado bandera blanca y el proceso político del siglo se ha terminado. Como se anunciaba, Clinton ha escapado del verdugo. Las acusaciones de perjurio y obstrucción a la justicia ni siquiera consiguieron la mayoría simple (51 votos) y quedaron muy lejos de los 67 necesarios para su destitución. La "condena moral" tampoco prosperó. Finalmente exculpado, el hombre más poderoso del planeta mostraba anoche por última vez su contrición ante sus conciudadanos -los artífices de su permanencia- y Washington recuperaba la relativa normalidad que nunca debió perder. Pese a sus heridas, William Jefferson Clinton es tan popular como casi nunca lo fue un presidente: el 77% de los estadounidenses le aprueba.En el año largo de la tragicomedia sexual Clinton-Lewinsky, la justicia y la ley han jugado un papel relativamente menor. Los verdaderos protagonistas de la saga han sido hombres y mujeres obsesionados, que proyectaban sus ambiciones y frustraciones en una lucha por sobrevivir. Es una historia sin héroes y sin lecciones, donde los Clinton, Starr, Gingrich, Lewinsky, Paula Jones, Linda Tripp y los propios legisladores han chapoteado en el barro del oportunismo o las mentiras durante 13 meses de excesos. Pocos quedan indemnes tras un holocausto de vanidades que ha dañado seriamente el respeto por la clase política estadounidense, con el presidente a la cabeza.
Si cabe sacar alguna conclusión del caso cerrado ayer por los aliviados senadores de EE UU, ésta es que el procedimiento de destitución iniciado por el fundamentalismo de la mayoría republicana no ha funcionado en sintonía con lo previsto en 1787 por los padres fundadores.
Es cierto que a Clinton le ha sacado los colores el Congreso, pero no lo es menos que las víctimas finales del tinglado son los propios perseguidores. En una guerra dominada por el partidismo más exacerbado, los republicanos salen del choque debilitados y sin rumbo. Su intolerancia compromete sus posibilidades electorales para el año próximo. También la figura del fiscal especial, creada en respuesta al Watergate y encarnada por el iluminado Kenneth Starr (cuatro años y medio de cruzada, 50 millones de dólares de dinero público), ha quedado desacreditada. El Congreso deberá cambiar el espíritu y los poderes de un cargo que ha recordado demasiado a Torquemada.
Hay otra moraleja evidente. Y decisiva. La mayoría de los estadounidenses, como reflejan los sondeos, creen que Clinton cometió perjurio y obstruyó a la justicia. Pero, a pesar de ello, quieren que continúe al frente del país; se han apiñado detrás del hombre innecesariamente acorralado. En noviembre trasladaron a las urnas este sentimiento, cuando, contra todo pronóstico, fortalecieron en el Congreso a los demócratas. Tienen otra buena razón: sus bolsillos están llenos como nunca. La economía de EE UU vive una bonanza desconocida en 40 años. Desde que estalló el escándalo, desempleo e inflación han seguido cayendo, mientras el crecimiento se situaba en su nivel más alto en una década. El senador demócrata Robert Byrd ha resumido para la historia este prosaico argumento: "La gente piensa en el bolsillo cuando responde a las encuestas; ningún presidente puede ser destituido en estas circunstancias".
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