_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Ayuno a la sombra del demonio

Hace años, la llegada del Ramadán se anunciaba con una actividad extraordinariamente febril. Más o menos como ocurre con la Navidad entre los cristianos, los primeros que aguardaban el mes de ayuno eran los niños. Aunque su edad les dispensa de una prueba tan exigente, se emocionaban con la perspectiva de las veladas prolongadas, las visitas familiares y las salidas nocturnas por las calles, abarrotadas de gente que intentaba pasar la borrachera recorriendo bulevares para digerir el bouraq y la zalabia.Cuando pienso en esos días, no puedo evitar un suspiro, que la fuerza de la nostalgia hace irreprimible. Me refiero a la evocación de un pasado irremediablemente caduco, aunque en ocasiones tenga la impresión de que bastaría tender la mano para acariciarlo. A veces, la lejanía no se mide en función de años ni de kilómetros; consiste, sencillamente, en que el corazón ya no está allí.

Más información
Alerta máxima en Argel al inicio del Ramadán

Cuántas cosas han desaparecido con las ilusiones, cuántas desgracias ocultan con su negrura las señas de identidad del pasado. En mi país, la mirada queda herida por lo que ve. Por más que nos rodeemos de recuerdos aún vivos, seguimos encerrados en la desolación, incapaces de reconciliarnos ni convivir con los fantasmas de nuestros desaparecidos y las ruinas del hundimiento.

Sin embargo, hace sólo unos años, pese al hambre de unos y la bulimia de otros, el mes de Ramadán llegaba con brillantez; y la fiesta relucía en la mirada de nuestros críos como una vela en una tarta de cumpleaños. Era, al mismo tiempo, maravilloso y patético. El ama de casa hacía acopio de provisiones, afinaba sus recetas y sacaba brillo a sus hornos con una escrupulosidad religiosa. El padre, aun atormentado por un salario inestable, hacía cuentas, rompía su hucha y prometía a su progenie, ya exaltada, festines reales y golosinas suficientes para volver diabéticos a los ogros más avezados. Y, en nuestras calles febriles, los comerciantes descubrían que tenían vocación de pasteleros. De repente, las estanterías cambiaban de aspecto, el tendero, de delantal, y, con un golpe de varita mágica, aparecía luciendo su atuendo de milagrero capaz de hacer magia a partir de una artesa y un barreño de miel dudosos. ¡No importaba! Las privaciones no nos permitían andarnos con cursilerías. Con la cesta preparada, nos precipitábamos a los zocos y recorríamos los puestos deleitándonos con vituallas que, en general, a la hora de romper el ayuno, no llegábamos a tocar. Porque el ayuno tiene esa cualidad exquisita de hacer que comamos con los ojos. Además, el verdadero encanto del Ramadán no reside en una mesa bien surtida, sino en la magnífica espontaneidad que, después de apurar la taza de café y consumir el cigarrillo, arroja a todo el mundo a las aceras efervescentes. De repente, tras el letargo de una jornada de hambre, las terrazas despiertan con las conversaciones de los jugadores de dominó y los reyes de las ocurrencias.

En aquella época, la risa resonaba en cada esquina. Éramos felices como una familia reunida. Nuestros chiquillos se volvían insomnes. A medianoche se les oía dar a un balón o vociferar desde el fondo de las sombras, felices y ardorosos, tan inapresables como las pavesas.

¿Y qué queda hoy de todo eso, fuera del eco de una verbena fantasmagórica que los gritos de las víctimas cubren o falsean? Nada. Nada excepto la sensación de salir de un sueño de ternura para ir a parar a un drama increíblemente absurdo. ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo hemos llegado a esto? Sólo hay una respuesta: quien se esconde como el avestruz, con la esperanza de que el cielo no le caiga sobre su cabeza, tiene muchas posibilidades de que le golpee en los ojos el infierno de las entrañas de la Tierra. Eso es lo que nos ha pasado.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

¿Qué decir de nuestro Ramadán a la sombra de los demonios? ¿Qué podemos decir de nuestro mes sagrado -el que Dios prefiere, el que dio acogida a la Revelación- cuando, en las montañas de mi país, unos seres hirsutos, los ojos inyectados en sangre, se disponen a arrasar una aldea perdida para sembrar el terror? ¿Qué se puede decir de este mes, antes magnífico y hoy maldito, cuando hay familias desvalidas, olvidadas de dioses y hombres, que van a conocer, sin aviso ni motivo, el martirio más espantoso? ¿Qué decir de este mes que, se supone, debe reunir a los creyentes en torno a un mismo sentimiento de compasión y convivencia, si hay recién nacidos que, cuando llame el muecín, van a acabar degollados como animales, despedazados, crucificados en la puerta de sus cuchitriles?... Nada. No decimos nada. No se habla cuando nuestros vecinos gritan en agonía; no podemos sino callarnos, recogernos y esperar, desde el fondo de nuestra miseria moral, que el cielo se apiade. Desde el ascenso del integrismo, en mi país, las hordas criminales que invaden nuestros montes y nuestros escasos instantes de respiro han decidido convertir un tiempo de oración en un tiempo para trascender la barbarie. Les vemos, todas las mañanas, enorgullecerse de sus atrocidades de la noche, y exhibir la cabeza de sus víctimas como si se tratase de trofeos.

¿Qué se puede esperar de un asesino de niños, un propagador de sobresaltos, un sembrador de terror, sino la tragedia?

El Ramadán está entre nosotros desde este fin de semana. No he visto a niños entusiasmados con la perspectiva de las veladas prolongadas. No he visto al ama de casa preocupada por su despensa. No he visto al padre de familia sacando dinero de sus hipotéticos ahorros. Los tiempos han cambiado. El café tendrá un regusto amargo, y el cigarrillo, un aroma de opio. Las calles de mi país suspirarán por las ocurrencias y las tonterías de los transeúntes. Nuestros niños tendrán miedo de la oscuridad; ya no se atreverán a golpear el balón y permanecer fuera hasta horas tardías. Tendremos la impresión de tener hambre, de no observar el ayuno, de no rezar como es debido. Pero, sean cuales sean los errores del momento, por encima de la pesadilla y la sinrazón, sé que nuestras tradiciones seguirán ahí, agazapadas en nuestra vergüenza; sé que honraremos el Ramadán exactamente como antes, porque sólo así conservaremos nuestra dignidad.

En cuanto a los verdugos que se esfuerzan por estropearnos las fiestas, pueden seguir causando estragos, pero nunca serán más fuertes que nuestra fe. Para nosotros no son más que miserables, frustrados, atrapados en su monstruosidad, tan lamentables que no provocan sino desprecio. Y mañana, cuando resuene la llamada del muecín que nos invita a romper el ayuno, empezaremos por romper el miedo, porque, de todos los pueblos de la tierra, nosotros pertenecemos a los que jamás se han doblegado.

Yasmina Khadra es el seudónimo de una escritora argelina que vive en Argel.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_