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CERCO AL PRESIDENTE DE ESTADOS UNIDOS

Un gran político que hace cosas tremendamente estúpidas

"Bill Clinton es un gran político que hace cosas tremendamente estúpidas", dijo el pasado octubre en la Universidad de Pittsburgh alguien que lo conoce muy bien: Mike McCurry. Durante tres años, McCurry fue el portavoz de la Casa Blanca, pero en la fecha de ese comentario salido del alma acababa de dimitir, tras nueve meses de bregar con el caso Lewinsky. "Si os he engañado", dijo a los reporteros el día de su despedida, "es porque el presidente también me engañó a mí".Clinton, en efecto, hace cosas muy estúpidas y una catarata de ellas es la que le ha colocado en la humillante situación de convertirse en el segundo presidente de Estados Unidos -el otro fue Andrew Johnson, en 1868- cuya permanencia en la Casa Blanca depende del criterio del Congreso. Richard Nixon dimitió en 1974 antes de llegar a esos extremos.

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Fue, sin duda, una estupidez embarcarse en 1995 y 1996 en una cutre aventura sexual con una becaria inmadura y ambiciosa llamada Monica Lewinsky. Pero eso -que dos tercios de los estadounidenses le perdonan, puesto que lo ha hecho Hillary- no es lo grave. Lo grave es la siguiente estupidez. Cuando los abogados de Paula Jones, que le denunciaba por acoso sexual, descubrieron su lío con Lewinky, Clinton negó bajo juramento que fuera de carácter sexual.

Eso ocurrió en enero y desde entonces las estupideces se han acumulado. Una vez descubiertos por el fiscal Kenneth Starr y la opinión pública el lío y el presunto perjurio, Clinton compareció ante el pueblo estadounidense y declaró: "No he tenido ninguna relación sexual con esa mujer, la señorita Lewinsky". Y muchos de sus compatriotas se lo creyeron. Clinton es llamado con frecuencia "el Gran Houdini" de la política estadounidense. Pero esta vez, él mismo ha ido añadiendo nudos a las sogas. En agosto, ante el gran jurado de Starr y ante el pueblo estadounidense tuvo otra ocasión de decir sí, qué pasa. Pero no, hizo una confesión incompleta de "pecados" y "relaciones inapropiadas", que le añadió un segundo cargo de perjurio ante la justicia y otro de mentiroso ante la opinión.

"Clinton es patológicamente incorregible", dice Maureen Dowd, columnista del New York Times. "No pudo impedir tocar a Monica, no pudo impedir mentir al respecto, no pudo impedir el pedir a otros que mintieran al respecto, no pudo impedir atacar con rudeza a su acusador, el fiscal Starr, no pudo impedir el confundir los sondeos con la verdad". Pero, con todo y con eso, Dowd cree que hay que defenderle.

Y con ella los millones de estadounidenses -mujeres, negros e hispanos en particular- que el 3 de noviembre reventaron el sueño republicano de explotar el caso Lewinsky para ampliar su mayoría en el Congreso. Clinton parecía salvado. Su gran rival, el líder republicano Newt Gingrich, dimitió y su sucesor, Bob Livingston, se declaró dispuesto a cerrar el embrollo con el menor daño para el presidente.

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Pero, desde que Starr presentó al Congreso, en septiembre, su célebre informe acusando al presidente de "serios crímenes y fechorías", la máquina del Congreso estaba en marcha. Y Clinton hizo otra tontería: dio por ganada la batalla, decidió que los republicanos jamás se atreverían a procesarle. Su tono volvió a hacerse arrogante y despectivo.

La desaparición de la escena de Gingrich fue un desastre para Clinton, que perdió un rival impopular y fácil de atacar. Dirigidos con zorruna habilidad por Henry Hyde, un hombre con deseo de venganza después de que fuentes próximas a la Casa Blanca filtraran a la prensa que también tuvo una aventura extraconyugal años atrás, la muy conservadora mayoría republicana del comité de Asuntos Judiciales hizo una instrucción rápida, efectiva y considerada justa, a tenor de las encuestas, por la mayoría. Concluyó la pasada semana con cuatro acusaciones contra el presidente, una de ellas, la de perjurio ante el gran jurado, bien cimentada.

Manteniendo un excelente nivel de aprobación política y con dos tercios del país en contra del impeachment, Clinton todavía podía salvarse. Pero tenía que cortejar a las dos docenas de republicanos moderados que no tenían la menor gana de votar a favor de su procesamiento en el pleno de la Cámara de Representantes. Y éstos, como los editoriales del New York Times y el Washington Post, le exigían el último esfuerzo de una confesión completa.

Si aceptaba que había cometido perjurio, el castigo podía limitarse a una censura. No lo hizo. Volvió a ponerse el sayal de pecador pero no el de perjuro, y los republicanos moderados se fueron inclinando por el procesamiento. Clinton volvió entonces a equivocarse. Se fue a Oriente Próximo, donde no le arrancó nada a Netanyahu y perdió un tiempo precioso para hacer presión en la capital mundial de ese ejercicio: Washington. Sus rivales, entretanto, aprovecharon para crear un clima favorable al impeachment. Hasta el punto de que el 58% de los estadounidenses, según la encuesta del Washington Post, se declaró partidario de la dimisión del presidente en caso de ser procesado. Cuando regresó el miércoles a la capital de su imperio, Clinton hizo la última estupidez: desencadenó Zorro del desierto, el enésimo ataque aeronaval contra Irak. Todo el mundo lo interpretó como un intento desesperado para ganar popularidad y detener el debate sobre el impeachment. "Esto es una copia del guión de Cortina de humo", dijo el republicano Bob Barr, aludiendo al filme en que un presidente en apuros por unas relaciones sexuales con una menor se inventa una "guerrita" con Albania.

La rabia republicana se hizo feroz, y se incrementó cuando el jueves fuentes misteriosas, pero que muchos vincularon a la Casa Blanca, difundieron que Livingston también cometió adulterios. Hecho sin precedentes en la historia de EEUU, la Cámara de Representantes se reunió en plenas hostilidades para discutir sobre el cese del presidente. Su mayoría quería venganza.

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