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Iberoamérica, ¿"plusquam" Europa?

La pregunta sobre la constitución de una comunidad cultural iberoamericana es uno de esos Guadianas que afloran con cualquier pretexto. También figura como lema del Primer Congreso Iberoamericano de Filosofía, que va a reunir a unos ochocientos participantes hispano y lusohablantes en Cáceres y Madrid en la última semana de este septiembre de 1998.Figura como lema, pero no era su tema. El congreso debió repasar el temario académico de costumbre: que si filosofía moral, política, de la ciencia o del derecho, sin olvidar las ontologías, metafísicas o epistemologías. Todo eso en el reducido círculo de dos centenas de filoadictos. Ahora bien, la masiva respuesta de filósofos argentinos, mexicanos, colombianos, peruanos, chilenos, etcétera, ha transformado el lema en tema, pues ese numeroso colectivo de participantes no sólo quiere contar sus cosas, como en cualquier otro congreso, sino que reivindican ser oídos, leídos y discutidos en su lengua. ¿Y qué otra cosa es una comunidad cultural sino un colectivo de lectura y de debate, es decir, de reconocimiento?

De los filósofos que escriben en castellano suele decirse que no se leen. Hace un tiempo, el chileno Jorge Edwards hablaba en este periódico del descubrimiento contemporáneo que estaban haciendo pensadores latinoamericanos del mundo español. Valía la pena, por lo visto, venir a España no sólo de vacaciones, sino para enterarse de lo que se escribía. El tópico del mutuo desconocimiento tiene el inconveniente de ser verdad. Todavía hoy, la mayoría de nosotros prefiere un mal libro escrito en alemán o en inglés a uno bueno escrito en castellano.

Pero eso es sólo una parte de la verdad. Tan tenaz como el fenómeno del mutuo desinterés es la voluntad de preguntarse por esa posible comunidad cultural o filosófica iberoamericana. Y en esa historia, José Gaos ocupa un lugar honorífico. El transterrado Gaos condicionaba la existencia de esa comunidad cultural al consenso previo entre los distintos países sobre valores comunes. Él logró detectar a dos, compartidos por los jóvenes Estados iberoamericanos y por la España republicana: la libertad y la independencia. Claro que, a la altura de su escrito (1945), esos valores comunes habían tenido desigual destino. Mientras que las antiguas colonias habían conseguido materializarlos en su nueva soberanía, emancipada de la metrópoli, la asonada franquista los había desandado, de modo y manera que a España le cabía la triste suerte de ser "la única nación hispanoamericana que, del común pasado imperial, queda por hacerse independiente, no sólo espiritual, sino también políticamente".

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Hoy parece que nos hemos puesto a la par, pero ¿bastan esos valores para constituirse en comunidad cultural o filosófica? El filósofo mexicano Luis Villoro suele señalar dos escollos en los que encallan los mejores propósitos: entusiasmarse con lo castizo o perderse en una vacía universalidad. Los primeros van bien servidos con la ironía de Fernando Savater, dirigida a alguien que, entusiasmado con las loas a los filósofos del 98, le preguntó por el futuro de la filosofía española. "Es espléndido", replicó Savater, "pues tenemos por delante el siglo XXI y también el XIX, el XVIII...". A los segundos, que son legión, habría que reconocerles que la razón moderna es no sólo crítica, sino además pública y, por tanto, universal. No caben en filosofía selecciones o combinados nacionales, como en el fútbol. Pero habría que añadir que cada cual piensa la razón en su lengua y cada lengua tiene su particular vividura, que decía Américo Castro.

Y llegados a este punto hay que pararse un momento porque bajo la universalidad de la razón hay mercancía de contrabando. Ortega y Gasset, en la conferencia titulada Hegel y América, se sorprendía del desparpajo con que Hegel identificaba el Espíritu Universal como "europeo, esto es, germánico y cristiano". A España la colocaba fuera de Europa y a América en la prehistoria. No era una ingeniosidad de Hegel, sino el convencimiento de la Ilustración. De ese sentir se desprenden un par de consecuencias. En primer lugar, que términos como globalización o mundialización hay que traducirlos por occidentalización. Poco que ver con la universalidad de la razón. Y, también, que esta universalidad europea tiene un centro y una periferia. Los iberoamericanos vamos de comparsas.

Ante una situación así cabe esforzarse por lograr un hueco en el centro (que es la aspiración de cualquier filósofo hispanohablante que se precie) o mandar a paseo la tensión hacia la universalidad y refugiarse en el casticismo (que es la tentación de las comunidades culturales). Así no iríamos muy lejos.

Pero también podemos imaginar otra salida: buscar la universalidad desde la propia lengua, lo que es tanto como plantearse el sentido de la metrópoli desde el margen, el sentido de la patria desde el exilio, el sentido de la vida desde la vividura y así sucesivamente. Se trataría de aprovechar la experiencia histórica que tenemos de no haber sido sede del Espíritu Universal, sino su margen, para desde el margen plantearnos el sentido y la posibilidad de una universalidad que no tenga que cobrarse el precio de la marginación.

Una cultura filosófica así no va a cambiar que dos y dos son cuatro, ni tampoco va a alterar las leyes de la naturaleza, pero sí puede incidir en su sentido. Uno de los logros más grandiosos de la razón moderna es haber establecido precisamente un lazo indisoluble entre verdad y libertad. Marx, que lo captó al vuelo, lo tradujo lapidariamente: la verdad no es sólo la lógica, es también la justicia. Si esto fuera posible, saldría ganando el pobre Espíritu Universal, tan europeo y tan particular.

Sería quizá pensando en algo de esto que Ortega, en la citada conferencia, sacaba punta a un momento de debilidad de Hegel. A pesar de colocar a América en la prehistoria añadía el filósofo alemán que América, si es algo, "es la tierra del futuro". Y eso le seducía, pues a él como a Napoleón "cette vielle Europe m"ennuie". No le interesaba esa América que era mera plusquam Europa, es decir, más de lo mismo. Pero enseguida echó el freno a estas cavilaciones porque "América, como tierra del futuro, no nos interesa, ya que el filósofo no hace profecías".

No hace profecías, pero no tiene por qué resignarse a jugar el papel que le asigna quien llegó antes y es más fuerte. Por eso comenta Ortega con gracia: "Lo que estimaría Hegel de América sería precisamente sus dotes de nueva y saludable barbarie". Por desgracia, no explicó cómo se pasaba de la barbarie o de la prehistoria al futuro sin dejarse enredar en las redes de la historia o del presente, que es lo que está ocurriendo. Ése es seguramente el secreto de una lengua, como la castellana, si de verdad se anima a pensar teniendo en cuenta lo que encierra su memoria.

Reyes Mate es director del Instituto de Filosofía del CSIC.

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