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Gentes de poca fe

PEDRO UGARTE Antes del inicio de los Mundiales de fútbol la prensa se hacía lenguas del fenómeno sociológico: el entusiasmo nacional. Lo que no conseguían las instituciones políticas, los símbolos o los himnos desprovistos de letra lo lograba un equipo deportivo: cohesionar a todo un país. El nacionalismo español debe de encontrarse sin embargo de capa caída, pues bastaron un par de malos resultados (quizás uno tan solo: tras la derrota ante Nigeria ya se rasgaron las primeras vestiduras) para que tanto entusiasmo colectivo se quebrara en mil pedazos y los angustiados jugadores de la selección española se quedaran más solos que la una, en plena concentración, asediados por una prensa escéptica, criticona, y sintiendo a sus espaldas la decepción de todo un país, desde los más modestos carteristas hasta, según sus palabras, el propio presidente de gobierno. Es dudoso que la fe mueva montañas, pero también parece una fe de pacotilla aquella que consigue disiparse ante la más mínima adversidad. La selección española, que partía como favorita no en los cómputos globales, pero sí en la unánime ceguera de la prensa nacional, ha padecido la decepción colectiva de esas masas que pocos días antes no concebían mejor favorito al campeonato. El fútbol es tornadizo, pero el patriotismo no debería serlo tanto. A uno le apena la rapidez con que la fe da paso al desánimo, a la decepción más absoluta. Apena tanto entusiasmo barato seguido de la inmediata desbandada general. ¿Se ha dicho que el fútbol es tornadizo? Quizás sólo lo sean las masas, y en un tiempo de ausencia de líderes, cuando el entusiasmo se deposita en eventos deportivos, la masa, vaporosa, cumple su papel moviéndose en la más absoluta arbitrariedad, dando la espalda a aquellos deportistas ante los que unos días antes se hubiera hincado de hinojos. Quizás la culpa de todo ello lo tenga también el fútbol español, su lujosa y lujuriosa política de fichajes, la ausencia en él del más mínimo atisbo de paciencia. La selección española es víctima de esa permanente ansiedad en que viven los hinchas del Barcelona o del Madrid, donde se desata una crisis después del primer empate a domicilio. El fútbol espectáculo, el fútbol que financian Nike y Adidas, está privando a la gente de la afección sentimental a unos colores concretos. Ahora el hincha se vende al equipo que obtenga mejores resultados. Pero esto, que tan fácil resulta cuando se trata de clubes, se transforma en verdadera esquizofrenia al hablar de selecciones nacionales. La política de apostar a caballo ganador es posible cuando son otros los países implicados, y así aquí resulta fácil encontrar entusiastas del fútbol malabar que practica Brasil y críticos con el rocoso juego de Escocia. Sin embargo, ante las huestes de la patria, la deserción es complicada. El corazón se destroza, porque el instinto del forofo contemporáneo exige dar la espalda al equipo ante la adversidad y, al contrario que en la liga, en los mundiales la adhesión a otra selección está prohibida. Por eso el equipo español acabó sintiéndose tan solo. Todo un país, desprovisto de fe en sus colores, se quedó sin animar a nadie: no era posible cambiar de chaqueta como en la liga, cuando si al equipo de la ciudad le van mal las cosas siempre queda el recurso de considerarse del Barça o del Madrid. Habría que aprender de las aficiones irreductibles, acostumbradas a perder. Escocia ha vuelto a caer en la primera fase de unos Mundiales, según es tradición. A uno siempre le ha caído simpática la selección escocesa, provista del encanto de los débiles, obstinada en su juego voluntarioso, rodeada de una ruidosa y sin embargo pacífica afición. España ha caído derrotada y los que dejaron de aplaudir a las primeras de cambio comenzarán ahora su particular caza de culpables. Pero quizás los jugadores españoles no se olviden de una cosa: nunca estuvieron tan bien acompañados como los impetuosos caledonios, cuya hinchada bramaba sin desmayo, a pesar de los goles que iban cayendo encima.

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