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La golosina de la fe

La mariandina del médico ugandés Charles Ssali, la somatostatina del profesor italiano Luigi Di Bella, la antigua medicina ayurvédica del valle del Indo, el masaje japonés shiatsu, el tai chi chino, la moxibustión, la aromaterapia, una constelación de pócimas, dietas, ejercicios, profecías y geomancias, forman una nueva era, una New Age que está dejando de ser una chaladura más entre las que han existido en cualquier tiempo. Este fin de siglo, cargado de reinos tecnológicos, segrega como su anticuerpo un formidable imperio de irracionalidad. Aquello que parece asociado a la fe y no a las demostraciones duras, más cercano de la blandura espiritual que de los dictados de la ciencia, se filtra con insólita facilidad en las almas modernas. Y hasta la misma Iglesia católica, en la versión posmoderna de Juan Pablo II, ha registrado el provechoso efecto de ese creciente gusto por lo inmaterial.

En estos tiempos occidentales, se abren -como ha ocurrido en Milán, por ejemplo, a comienzos de este, mes- los primeros Salones de la New Age: música, perfumes, productos curativos, libros de espiritualidad, atavíos, interiorismo... Javier Sádaba, con quien coincidí hace poco en otro salón -el comedor de Mark Jacobs, consejero de la embajada de Estados Unidos en Madrid- expuso a la concurrencia milanesa la idea central de un libro que está redactando sobre el milenio. En su parecer, no sólo ahora, sino siempre, cuando la ciencia ha progresado intensamente a su lado ha crecido una tupida sombra de alquimias. 0 lo que es lo mismo: cuando la racionalidad ha ganado espacio, el más allá se ha dilatado para recrear el equilibrio con su contrapeso.

Mucha gente hoy no es de una religión ni de la otra, no acude a unos oficios u otros pero, contrariamente a lo que podría esperarse, cree más. No puede decirse cuál es el mapa de su fe, pero aún así brinda su confianza a lo esotérico con una facilidad que escatimaba. No hace falta recorrer la profusión de tiendas con yerbas inextricables, el desarrollo de las medicinas alternativas, la proliferación de doctores y clientes de una industria de la curación que incluye desde libros a bebedizos, desde revistas especializadas a gurús, desde meditaciones trascendentes a viajes iniciáticos.

El oriente casi ha llegado primero en dosis menudas, como una homeopatía, y ahora en grandes cargamentos físicos e ideológicos como recambio al agotamiento occidental. Uno de los efectos de la supertecnificación en nuestra zona es que la tecnología -como la comunicación, como el aporte de informaciones- se ha convertido en un fin en sí mismo y que, agigantado, ha engullido su propia condición instrumental.

La técnica, la comunicación, la información, siendo medios, crecen sin saber para qué; el progreso sigue dejando atrás el sentido del progreso. Rota, en fin, la relación entre medio y fin, convertido el medio en un todo, la condición humana se siente privada de destino y necesariamente busca su reemplazo en alguna nueva luz, una New Age por donde amanecen aerolitos de todos los colores, misterios como golosinas.

"La filosofía es masculina mientras el psicoanálisis es femenino" dijo una vez el filósofo Umberto Galimberti. Ahora puede agregarse que si el psicoanálisis revive, si la ciencia se indetermina, si la tecnología se hace tecnosofía, es efecto de una feminización bien patente en los aromas y supuestos de la New Age, en sus tactos finos o en la proclama de sus intuiciones.

Y no se diga ya del éxito del corazón. Existen muchos productos conocidos y por conocer en el ámbito de la New Age, pero ninguno tan rotundo como el fenómeno del Titanic. El culto a un filme que muchos jóvenes han visto varias veces y otros incluso decenas es preferentemente femenino. Únicamente el suceso Lady Di en cuanto incursión en la sentimentalidad ha resultado tan espectacular como esta laica eucaristía de fin de siglo. La Next Age, como culminación perfeccionada de la New Age, está ya a la vuelta de la esquina y la catarsis del corazón rezumando sándalo le franquea la última puerta.

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