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Hablando de la Alianza

Muchos son los sorprendidos de que, tras la firma del acuerdo entre la OTAN y Rusia, tantos medios de comunicación anunciasen que la guerra fría había tocado a su fin. Si unos creían que la confrontación entre los bloques había concluido varios años atrás, otros estimaban, acaso, que el optimismo desenfrenado es mal consejero a la hora de analizar realidades complejas y enterrar inercias atávicas.Es sorprendente que en un año como éste, en el que la OTAN aparece por doquier, se haya hablado tanto de su ampliación y tan poco, en cambio, de la Alianza en sí misma. La disputa sobre la naturaleza de la principal instancia de la seguridad occidental es una más de las muchas que se han dado por cerradas, de tal suerte que quien tiene a bien reabrirla se sitúa, sin más, en posiciones reprobables. Semejante forma de ver los hechos -de no verlos- se aferra a una idea matriz, la de que la OTAN ha cambiado mucho, pero muestra escasa disposición a discutirla. Curioso es, por cierto, el papelón asumido por quienes se muestran ahora propensos a aceptar, siquiera sea en beneficio de un argumento coyuntural, que no todo era saludable en la OTAN de 15 años atrás, antes de los venturosos cambios que, por lo que cuentan, han ido ganando terreno.

Las cosas así, se impone discutir si es verdad lo, que tirios y troyanos consideran como tal: que la OTAN ha cambiado mucho. Para hacerlo, nada mejor que referirse, en primer lugar, a las transformaciones doctrinales y organizativas que se han producido en los últimos años. Los portavoces de la Alianza han repetido hasta la saciedad, por ejemplo, que hace más de un lustro la organización prescindió de muchas de sus doctrinas de siempre. A menudo subrayan que la Alianza actual, más flexible, es europea cuando tiene que encarar problemas regionales -con apoyo, eso sí, de infraestructuras norteamericanas-, pero se presenta, en cambio, como atlántica a la hora de afrontar misiones de mayor enjundia.

Sin negar que tales cambios se han producido, es obligatorio preguntarse porsu relieve. En el primero de los casos, el de las doctrinas, más bien parece que la OTAN ha hecho de la necesidad virtud en, un escenario europeo marcado por la retirada de los contingentes militares sovieticos. Y en lo que atañe al cacareado segundo cambio, la flexibilización de estructuras, si es difícil, negar que éstas se antojan hoy más eficaces, mucho más dificil es demostrar que responden a un nuevo, solidario y globalizador concepto de las relaciones entre los Estados. Más parece que en este terreno la OTAN ha cambiado bien poco o, por decirlo, de otra forma, que los que realmente han cambiado han sido sus rivales de otrora.

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Un segundo elemento de necesaria consideración lo aporta uno de los grandes mitos contemporáneos: el desarme. Sería absurdo negar que en el último decenio se han dado pasos significativos, y saludables, en la relación entre las potencias nucleares. Pero esos pasos no han sido tantos ni tan largos como la retórica al uso pretende. El calificativo "hito histórico en la vía del desarme" atribuido a todos y cada uno de los acuerdos en materia nuclear suscritos en los últimos años es notoriamente abusivo. Al cabo de tantos hitos históricos nos topamos con el magro consuelo de que los arsenales atómicos a disposición de un puñado de Estados sólo pueden acabar media docena de veces con la vida existente en el planeta. Por detrás de ello es fácil rastrear el empeño -la responsabilidad no es exclusiva, claro, de la OTAN- de preservar, por si acaso, la parte del león de los arsenales nucleares.

En tercer lugar, y pese a los esfuerzos realizados para evitarlo, la propia discusión sobre la ampliación de la OTAN ha dado pie a algunas disputas sobre la condición de ésta. Es lícito sospechar, por lo pronto, que el principal motivo de la. ampliación no es garantizar la seguridad de tres o cuatro países de la Europa central y sí, y más llanamente, el fortalecimiento de la OTAN. Al respecto pueden aducirse los razonamientos, numerosísimos, de quienes en el mundo occidental no precisan echar mano de la retórica y hablan, sin tapujos, de la conveniencia de aprovechar la debilidad de Rusia y de prepararse, una vez más, para tiempos peores. Como reza la máxima de La Rochefoucauld: "A menudo sentiríamos vergüenza de nuestras más hermosas acciones si el mundo tuviese conocimiento de las razones que las guían".

Bueno es recordar, por otra parte, el argumento que con mayor profusión se ha esgrimido en los últimos meses: el de que la ampliación responde a una solicitud de los Estados que pretenden incorporarse a la OTAN. Es ésta una media verdad: tiempo atrás, el bloque occidental estableció unas reglas de aconsejable cumplimiento que los Estados en cuestión -sabedores, en particular, de la estrecha relación que existe entre adhesión a la OTAN e incorporación a la UE- se han limitado a acatar. Pese a lo que con harta frecuencia se dice, ningún dato sólido permite sostener, en suma, que la opinión pública de esos países respalda con claridad el proceso en curso. Una cuarta y última apreciación remite a la condición ontológica de la OTAN, una organización surgida y consolidada al amparo de la defensa de unos intereses precisos: los de un buen número de países del Norte desarrollado. Que los intereses han primado siempre sobre los principios puede demostrarse con un sinfín de datos. Si unos recuerdan que la relación entre la OTAN y la democracia ha sido siempre conflictiva -ahí están, por citar los ejemplos más fáciles, los de Grecia y Portugal en el pasado, o el de Turquía hoy-, otros subrayan la directa implicación de la Alianza en un orden intemacional caracterizado -véase, si no, la actitud exhibida ante Israel o Marruecos en comparación con la adoptada- ante Irak o Cuba- por una obscena aplicación del doble rasero. El propio registro de la OTAN en Bosnia invita a cualquier cosa menos al optimismo: pese a su tardía implicación, aparentemente reparadora, la Alianza ha sido una más de las organizaciones internacionales que han cerrado los ojos -recurramos a un eufemismo- ante genocidios, limpiezas étnicas y particiones.

Con estos antecedentes parece razonable sospechar que, deseosa de autopreservarse y no plenamente satisfecha con la depauperada amenaza que llega de Rusia, la OTAN anda a la busca de enemigos legitimadores y se dispone a apuntalar, en el Sur, algunos muros que nada tienen de nuevos. Semejante comportamiento no es, por cierto, la secuela de las imposiciones norteamericanas: quienes sueñan con una defensa europea liberada de servidumbres olvidan que en el diseño de la UE realmente existente están claramente insertos, también, los muros que nos ocupan. Si algún crédito merecen las afirmaciones anteriores, la conclusión está servida: no hay razón para el optimismo desenfrenado de políticos y analistas. Y no sólo porqué en buena parte del oriente europeo las cosas no discurren por el cauce deseado: también porque hay algo que chirría en un mundo capitalista entregado a la autocontemplación y empeñado en reproducir privilegios y exclusiones. Entre quienes hoy prefieren ignorar los problemas no faltarán quienes mañana aducirán que estos últimos llegaron después. Uno de esos problemas se halla bien anclado, sin embargo, en el tiempo presente: el de una OTAN que permanece fiel a si misma y a su pasado.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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