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El paciente británico

Argentina se equivocó, y en lugar de disputarle una desigual batalla al Reino Unido por unas islas del Atlántico sur, el país, dicen que tan dado al psicoanálisis, debería haberle ofrecido sus servicios y presentado de minuta las Malvinas. A 40 años del gran remate del imperio, con las rocosas excepciones de todos conocidas y Hong Kong a punto de regresar a China, el pueblo británico sufre hoy un problema de identidad posimperial -un 98 en cámara lenta- que le hace mirar a todas partes: Asia, a un lado; al otro, Europa, en busca de una nueva fórmula para la historia.Todos habíamos ponderado la ejemplar descolonización anglosajona. Francia se había desangrado en Indochina hasta un Dien Bien Phu de 1954, y tardó 10 años (De Gaulle) y miles de muertos en rendirse a la evidencia de la insumisión argelina. Y, en cambio, el Reino Unido, tras haber abandonado el subcontinente y Palestina en 1947, dejando que nativos e inmigrantes se mataran, había completado una retirada imperial de impecable apariencia. Harold MacMillan, el tory social que llegó al poder cuando el fiasco de Suez, lo resumió en 1961 con la expresión "el viento del cambio", o la necesidad de replegarse de donde ya se ponía el sol.

El movimiento dejaba, sin embargo, una doble línea de defensa: la Commonwealth, que en los años sesenta se poblaba de rostros de color y gesto deferente hacia la monarquía, y la llamada relación especial con Estados Unidos. Eran los tiempos en que MacMillan jugaba al griego sabio y asesor del nuevo Imperio Romano de Occidente que dirigía un joven Kennedy interesado en los Trident que Londres apuntaba hacia Moscú. En aquellos años de Portobello y Beatles, todavía los embajadores norteamericanos, al llegar, nuevos en la plaza, visitaban lo primero a su homólogo británico para inquirir sobre los usos y costumbres del lugar.

En el largo siglo XIX que culmina en la Gran Guerra, la identidad de la Inglaterra dominante reposaba en una particular triple A: Agricultura, Aristocracia y Anglicanismo; la primera renovando a la segunda a través de la gentilización del hacendado, y las tres desembocando en el imperio, gracias al cual célibes damas de mala salud y renta ultramarina habían podido escribir Northanger Abbey o Pride and Prejudice.

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En el corto siglo XX que dura hasta Alamogordo o Hiroshima en 1945, Agricultura y Aristocracia se habían fundido en lo que llamamos el establishment; el Anglicanismo se refugiaba en la sacristía del Daily Telegraph; y el imperio, que había dado sentido a la anexión de Escocia en 1707, con su abanico de oportunidades para vástagos de la élite, había de morir mediada la centuria. Pero en su lugar cobraba forma otro mito conservador: el antisocialismo. La primera victoria electoral laborista, con Clement Attlee, y la del comunismo ruso sobre Hitler, ambas en 1945, venían a dar un nuevo aliento defensivo al partido tory, convertido en gran defensor del statu quo.

La utilidad de la Commonwealth había saltado, entretanto, hecha pedazos, cuando una atezada asamblea forzó al primer ministro tory Edward Heath a romper con la Rhodesia blanca en 1971. La declaración unilateral de independencia proclamada seis años antes por un aviador escocés de la II Guerra, lan Smith, había desmentido la unidad del antiguo imperio. Apenas dos décadas más tarde, la relación especial caía también, con el muro de Berlín en 1989, y los presidentes Bush y Clinton dejaban claro que donde esté Alemania que se quiten todos los demás.

El fin de la guerra fría mostraba al Reino Unido como un pariente lejano de Washington que se daba demasiados aires y con una invencible tendencia al sermoneo, cuando ya no había púlpito imperial. Incluso la victoria de Thatcher en las Malvinas, con su habilidad para hacerse siempre un hueco en la foto junto a Reagan, sólo podía travestir el cambio de los tiempos.

Pero, a finales de los ochenta, tras la efímera ascensión y caída de la URSS y su corolario, los esfuerzos del penúltimo laborismo por hacerse de respetable clase media parece que apuntaban a la necesidad de encontrar un nuevo adversario, cuando menos para una parte del país. Y Europa podía ser la respuesta.

El imperio anglosajón había empezado a proponerse en el siglo XVII, o incluso cien años antes con la ruptura matrimonial con Roma de Enrique VIII, justamente como lo que no es Europa. La Reforma fue en Gran Bretaña, tanto o más que un problema religioso, un repudio de cualquier intento de hegemonía continental, heredera de la Monarchia Universalis de Carlos V. Por ello, Inglaterra reinaría en los mares y combatiría a todo poder que tratara de unificar el continente. Adenauer, Schumann, De Gasperi, Delors, Kohl no podían ser ni protestantes ni ingleses.

Sobre la base de la oposición a una serie de tiranos unificadores -Felipe II, Luis XIV, Napoleón y Hitler- se explica la construcción de un problema europeo. Por ello, cuando hoy hablamos de europeístas en el partido conservador, olvidamos que nadie, ni el opíparo Ken Clarke, propugna una Europa unida, federal, confederal o numismática; que europeísmo para los dos grandes partidos es a lo sumo un despliegue de buenas maneras, coronadas de la mejor disposición para esperar y ver.Y en todo ese pantano de indefinición es cuando aparece el nuevo laborismo, que somete al partido a una enérgica y final desintoxicación de colectivizaciones, con lo que despoja a los tories de sus últimas senas antisocialistas. El nuevo líder, Tony Blair, hace del laborismo la primera fuerza de la izquierda a la derecha, lo que contribuye, según parece, a su abrumadora victoria en las elecciones legislativas del pasado 1 de mayo.

Finalmente, la fumigación del partido conservador en Escocia y Gales, y su reducción a una tropilla de oposición en Inglaterra, se teme que pueda arrojar a los tories a un angosto nacionalismo inglés. ¿Significa eso que la parsimonia de Blair, lastrada en la opinión británica por un conservadurismo antieuropeo, no sabrá franquear jamás el canal de la Mancha? No necesariamente.

Los 18 años transcurridos desde 1979, con la revolución conservadora de la señora Thatcher y su sucesor John Major, han obrado como un poderoso disolvente capitalista de los grandes surcos de clase, evolución que el nuevo laborismo deberá acentuar aún más, hasta hacer de muchas lealtades partidistas cosa del pasado. Así, el Reino Unido alberga hoy una masa de voto potencialmente flotante como nunca en su historia. Jospin o Lafontaine retienen algún sentido ideológico para el electorado, no digamos Massimo D'Alema, mientras que difícilmente cabe decir lo mismo de Blair o de quienquiera que suceda al escueto Major, más allá de lo que son estilo y maquinarias personales. El desconcierto de un pueblo es, sin embargo, de una plasticidad extraordinaria.

Los Trident ya no apuntan a ninguna parte; el imperio no precisa de asesores áulicos; la Inglaterra profunda es hoy mucho más europea que cuando Carnaby encandilaba al continente; Escocia, con petróleo y sin conservadores, no tiene la misma vocación de isla ni, quizá, de un destino exclusivamente británico; y, sobre todo, puede haber un dinamismo positivo en la atracción de Europa. Esperemos a ver, pero miremos.

El trauma poscolonial impide hoy al Reino Unido, al revés de lo que ocurre en Francia, Portugal y España, ver en Europa el gran sucedáneo del pasado imperial, pero esa nueva identidad tampoco puede residir en medio de la soledad atlántica, ni en un Westminster de soberanía en miniatura. Las propias reformas constitucionales del nuevo laborismo -probable autonomía para Escocia y Gales, democratización de los lores, quizá un sistema de elección proporcional- acercan el país a Europa.

Es sólo una fracción de la clase política británica la que teme quedarse sin justificación de uso si el país se sumerge en la integración continental; y una prensa supuestamente popular y más supuestamente aún de élite, la que azuza un nacionalismo de campanario llamando sapos a los franceses o nazis a los alemanes; aquella que encarna la declaración fundadamente atribuida a la señora Thatcher de que "odia a Alemania, desprecia a Francia porque no hace más que perder guerras y no se fía del sur de Europa".

Pero el paciente británico es eminentemente reciclable. Los peores antieuropeístas como Michael Portillo han salido escaldados y sin escaño del 1 de mayo, y la City, tanto como el propio Tony Blair, sabe que fuera de Europa no hay futuro. Nadie les pide que se conviertan a un seguramente utópico y, en todo caso, lejanísimo federalismo europeo, sino que no hagan demagogia y caten Europa. El continente les necesita tanto como ellos precisan a la UE. Puede ser la última, pero todavía hay una oportunidad.

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