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Las ratas de Camus

Juan José Millás

Cuando presiento la cámara del vídeo del banco observándome desde el techo mientras sigo el rastro de mi dinero por las ventanillas, me pregunto si detrás de ese ojo impar, ciclópeo, hay también un sistema nervioso, un circuito neuronal capaz de establecer asociaciones. Me gustaría, en fin, saber si al otro lado de esa mirada hay pensamiento del mismo modo que otros suspiran por averiguar si hay vida después de la muerte. ¿Será capaz de deducir la pupila mecánica mi estado emocional partiendo de la observación de que he salido a la calle sin afeitar? ¿Se dará cuenta de que vengo vestido de mi padre, que siempre se ponía una chaqueta como ésta para realizar gestiones bancarias? Quizá no. Es probable que ese ojo neutro se dedique a registrar imágenes que no procesa, igual que hacemos la mayoría de nosotros cuando vamos por la calle. La semana pasada vi a un taxista que lloraba en el interior de su coche, solo, pero lo olvidé hasta que la cámara del banco me contempló con barba de dos días y me di cuenta que me había puesto la misma chaqueta con la que mi padre hacía frente a los números rojos.El metro usará en breve 800 cámaras para contemplar sin pasión a los usuarios de sus pliegues. En las profundidades de la tierra, los vídeos se reproducirán como ratas y saldrán ala superficie a medida que aumente el miedo a la calle. En una versión futurista de La peste, la enfermedad simbólica se manifestaría no con roedores, sino con cámaras de vídeo agonizantes que abandonarían las alcantarillas para perecer en las aceras, captando con avaricia los últimos atracos, las postreras violaciones de su existencia contemplativa. Tendremos, pues, ojos artificiales en las calles, no es más que una cuestión de tiempo. Lo malo es que para entonces habremos perdido ya la capacidad para saber si es buena o no esa proliferación de miradas sin sentido. En cualquier caso, llama la atención el triunfo del globo ocular sobre el resto de los órganos corporales, más aún si pensamos que en nuestra tradición, desde el enigmático Tiresias al cochambroso obispo de El Palmar de Troya, todos nuestros videntes eran ciegos. Parece que la condición para ver es perder la visión. Uno cree por tanto que todas esas cámaras que un día saldrán de las profundidades para invadir los rincones más íntimos de la vida priva da no captan sino lo que carece de interés. Edipo nunca se habría dado cuenta de que se acostaba con su madre con la ayuda del vídeo. Mejor, porque arrancarse los vídeos de la cara a la velocidad con que se reproducen debe de resultar agotador. Nunca, con tanto ojo, fuimos tan ciegos.A veces imagino que la cultura policial hubiera evolucionado en otra dirección y que en los bancos y en el metro, en lugar de cámaras de vídeo, hubiera orejas artificiales, por ejemplo, que registraran el golpe de los párpados al pestañear o de la saliva al atravesar el gaznate. Un día, esas orejas llenarían también las calles con la excusa de prevenir la delincuencia. Pero tampoco sabemos si tras sus pabellones habría un pensamiento, unos circuitos neuronales o un alcalde más plano que un traje de tergal. Pero da lo mismo. Podríamos acercarnos a ellas en los momentos de desaliento y a su través dirigirnos a nuestros seres queridos, aunque estuvieran muertos.

-Padre, llevo barba de dos días y me he puesto la chaqueta con la que ibas al banco a hacerte cargo de los números rojos -le diría yo a mi progenitor.

Pero él no podría contestarme al carecer de boca. Claro que ahora, al no tener oídos ni siquiera me oye cuando desde una esquina del banco le pregunto, mirando de frente a la cámara que me persigue, si ha hallado en el otro mundo el modo de entenderse con mi madre y si han dejado al fin de discutir por tonterías.

De donde se deduce que la proliferación de un solo órgano conduce a la locura. Cuando toquemos a tantas cámaras de vídeo como a ratas, se cumplirá en nosotros la novela de Camus, que no recuerdo ahora cómo acaba, aunque con ese comienzo no puede tener un final feliz. En cualquier caso, lo que yo me pregunto es si detrás de las 800 cámaras del metro pondrán, como detrás de las del banco, a mi padre o lo alternarán con los padres de los otros. Gracias.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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