La cultura mediterránea y lo náufragos de la miseria
Los cantos quinto y sexto de la Odisea narran la llegada del héroe, maltrecho por las fuerzas enemigas del dios del mar, a la acogedora costa de los feacios. Un río desemboca en la costa. Odiseo invoca de este modo a la divinidad fluvial` "Vengo a ti huyendo de Ponto y de las amenazas de Poseidón. Es digno de respeto, aun para los inmortales dioses, el hombre que se presenta errabundo ( ... ) después de pasar muchos trabajos".El río suspende su corriente, apacigua las olas, envía delante de sí la calma y salva a Odisto en a desembocadura.
Cuando Nausicaa encuentra al héroe, detiene a sus esclavas y les dice: "Éste es un infeliz que viene perdido y es necesario socorrerle, pues todos los forasteros y pobres son de Zeus y un exiguo don que les haga le es grato".
Tras el perfil del extranjero en la cultura del Mediterráneo clásico, un mar que llenaron de mitos, aventuras y comercio los pueblos de su 'extremo oriental, tanto al norte como al sur, los navegantes y colonizadores griegos y fenicios.
La ley de la hospitalidad es en la cultura mediterránea una ley sagrada, y a tal ley responden los fragmentos citados del poema homérico, así como el final de éste, la sangrienta matanza de los pretendientes que habían violado, precisamente, las leyes de Zeus hospitalario.
"Todos los forasteros y pobres son de Zeus", dice la princesa de los feacios. Nuestra imagición vive de los mitos que crearon el Mediterráneo como un mar de cultura. ¿Y el mito del extranjero -me pregunto-, el mito de Odiseo, que llega hasta la costa batido por el mar y encuentra en ella benéfica acogida?
El extranjero de la cultura mediterránea actual que queremos mantener en el discurso y en el pensamiento, porque en el fondo quisiéramos exculparnos, en nada responde al mundo mediterráneo originario. Su nombre no es Odiseo; su nombre es el-harrag en árabe dialectal marroquí.
El-harrag es el que no respeta o se salta los semáforos; un término aplicado por extensión a los espaldas mojadas que se arriesgan al paso del Estrecho en las pateras (palabra derivada del español batel pateras, digo, de la muerte.
Tal es la realidad que hemos de afrontar de cara en los distintos países del Mediterráneo norte si no queremos engañarnos con vagas relaciones culturales de índole gaseosa que contribuyen a la hipócrita ocultación de la hostilidad real, de la escasa o nula disposición de acogida, del temor de ser invadidos o inundados, de todo cuanto nos hace ver al extranjero con un perfil enteramente distinto al de Odiseo en el Mediterráneo clásico y concebirlo como lo radicalmente otro, irreductible -es decir, no recuperable como ciudadano o persona- en la medida en que se resiste y mantiene su absoluta diferenciación.
Creo, en efecto, que toda teoría es gris, y va siendo tiempo de venir a los hechos. Y los hechos nos ponen, sin duda alguna, ante la figura del extranjero malvenido, de el-harrag, nombre que empezó a utilizar la emigración marroquí en el pasado decenio. La prensa española habla de invasión, de ilegales, de capturados, que se presentan con el halo negativo de la delincuencia y del peligro social. Un titular típico de un diario andaluz (La Crónica del Sur, 21 de septiembre de 199 1) alarmaba de este modo a la población local: 'Los inmigrantes ilegales invaden nuestras costas'.
La primera oleada de mano de obra agrícola que trabajó en los cultivos del poniente almeriense fueron campesinos de las Alpujarras que emigraron de sus tan bellos lugares, donde llevaban una vida pobre y aislada, y empezaron a trabajar en los incipientes cultivos de invernadero.
El acelerado desarrollo de éstos hizo sentir poco después a los propietarios la necesidad de una nueva mano de obra más numerosa y, sobre todo, de más bajo coste y con menos posibilidades de hacer valer sus derechos ante las autoridades españolas de la zona.
Llega así una primera emigración norteafricana (argelinos y marroquíes, sobre todo) que tropieza de inmediato con la reacción hostil de la ya establecida inmigración interior española.
Los recién llegados, que en el caso de Marruecos proceden fundamentalmente de los puertos del Rif (Nador, Alhucemas, Tetuán, Larache, Tánger), se someten, para huir de la miseria de la que proceden, a condiciones de absoluta explotación. En el infernal espacio de los invernaderos ganan en la actualidad 3.500 pesetas al día, siendo así que el nivel mínimo diario señalado por la ley es de 4.275 pesetas y de cinco jornadas semanales.
De hecho se les obliga, por lo general, a trabajar seis jornadas, cuya duración suele ser de nueve horas. Hay recién llegados, desprovistos de todo tipo de documentacion, que perciben por el mismo trabajo salarios de 1.500 pesetas cada jornada. Se calcula entre 8.000 y 9.000 personas el número de trabajadores africados utilizados hoy en los invernaderos del poniente.
No es imposible leer en la prensa española declaraciones de este tenor: "Yo quiero un país ordenado. A España le hace falta una dictadura y que todos los negros se vayan a Africa" (EL PAÍS, 20 de mayo de 1996, a propósito del juicio de un skinhead en Barcelona). Un día antes, la edición andaluza -¿por qué no la nacional?- del mismo periódico publicaba la patética fotografía del cadáver de un emigrante ahogado al pasar el Estrecho en la vecindad de El Chorrito, en las costas de Tarifa.
¿Cuál es la entera historia de esos hechos? En los años 1992 y 1993 se produce con gran intensidad el fenómeno del paso del Estrecho en pateras, embarcaciones de fortuna, botes con capacidad para unas 15 personas, pero en los que se llega a cargar hasta 30 o40.
El paso del Estrecho es difícil; las corrientes, súbitas y poco previsibles. Los que se arriesgan a la travesía, huyendo de la miseria y de la represión, saben que ponen en juego su vida con grandes, muy grandes, probabilidades de perderla. Por ese juego al filo de la muerte han de pagar, para ser embarcados, sumas que van de 100.000 a 300.000 pesetas, lo que representa cantidades enormes -situadas por término medio alrededor de 20.000 dirhams para gentes muy pobres, que padecen condiciones de vida de extraordinaria dureza.
Son muchos los que se ahogan, son muchos los detenidos por la policía en las costas españolas y devueltos a Marruecos; son bastantes, en fin, los que logran infiltrarse, vivir y trabajar como clandestinos o conseguir en el consulado marroquí de Málaga -los que son marroquíes un pasaporte por el que han de pagar a los intermediarios apostados en las inmediaciones de la oficina consular hasta 50.000 pesetas.
En 1993, para evitar ese tráfico en el Estrecho, España firmó un acuerdo con Marruecos, que situó a su Ejército en el litoral mediterráneo e impuso a sus poblaciones un toque de queda.
En tal situación, los marroquíes hubieron de permanecer en su país, pero a los clandestinos procedentes de países subsaharianos se los inmovilizó sometidos a condiciones deplorables en improvisados campos de concentración, como el de la plaza de toros de- Tánger.
En 1995 se intensificó de nuevo el paso clandestino del Estrecho y, una vez más, los emigrantes recurrieron al peligroso cruce en pateras o al viaje -que ofrece mayor seguridad- escondidos en los camiones transportados Por los ferries. Una gran proporción de esa mano de obra -legal o ilegal- trabaja en los invernaderos almerienses de El Ejido, población que en 1970 tenía unos 12.000 habitantes y ha pasado en la actualidad a 50.000, más un número aproximado de 10.000 a 15.000 trabajadores que no viven en el núcleo urbano, pero tienen en los invernaderos de la zona su trabajo diario.
Ese trabajo se efectúa en condiciones de extremado riesgo e incumpliendo todas las' normas de protección mínima de la mano de obra. En el interior de los invernaderos los trabajadores pulverizan fertilizantes químicos nocivos sin mascarilla, a cuerpo desnudo y con temperaturas de 50 grados, que pueden ser superiores en los meses de verano.
Son frecuentes los envenenamientos, los suicidios, las lesiones' oculares, los cánceres de piel y todo tipo de dermatosis. El servicio correspondiente del hospital de la Seguridad Social de Almería está actualmente sobresaturado de ese tipo de enfermos.
Por añadidura, como una buena parte de los trabajadores, inmigrantes de los invernaderos carecen de documentación, no están protegidos por sistema alguno de seguridad social y en el caso -nada infrecuente- de enfermedades de origen profesional son abandonados a su suerte por los propietarios.
En este medio difícilmente calificable trabaja un número sorprendente de graduados universitarios. He tenido ocasión de re coger personalmente el testimonio de un economista senegalés y de una, licenciada en Derecho originaria de Zaire, pero graduada en una universidad marroquí. Las condiciones son más favorables en las pequeñas explotaciones de la parte más oriental de la provincia, donde la actitud patemalista de los propietarios permite utilizar sin violencia una mano de obra barata.
En la inauguración reciente -17 de mayo pasado, para ser más preciso- de un local habilitado como punto de reunión de la nutrida colonia senegalesa, el alcalde de Roquetas, un nativo escasamente alfabetizado y que apenas llega a hablar de modo comprensible el castellano, recomendó a los africanos que no hiciesen ruido y procurasen pasa r desapercibidos para poder integrarse en la vida colectiva.
Tal es la imagen ideal del extranjero en las costas de España, país históricamente constituido por la hibridación dé razas, país del radical mestizaje, de convivencia de las tres grandes religiones mediterráneas.
En ese país, al igual que en otros países ricos de la costa mediterránea septentrional, el extranjero es necesario, pero habría de tener como elemento óptimo su posible reducción a la invisibilidad. ¿Hospitalidad mediterránea?
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