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La debilidad de Yeltsin

Desde su llegada al Kremlin el 18 de junio llamado por Borís Yeltsin, el general Alexandr Lébed ya no tiene dudas sobre su destino nacional. "Es muy posible que sea presidente de Rusia antes del año 2000", declara al semanario alemán Der Spiegel, sin precisar por qué medios, puesto que no hay ninguna votación prevista antes de esa fecha. Mientras tanto, Lébed ya se ha erigido en árbitro de los conflictos en el bando de Yeltsin, al denunciar unas conspiraciones más bien imaginarias y anunciar en solitario los próximos nombramientos en los puestos clave del Ministerio de Defensa. Solicitado por todas partes, interviene incluso en los programas culturales de la televisión para exponer sus preferencias literarias. "Es un ciclón que acaba de abatirse sobre el Kremlin, como para poner mejor de manifiesto todas las contradicciones que allí reinan", afirma un analista ruso.Alexandr Lébed, desde su primera entrevista concedida a la cadena de televisión NTV de Moscú, advirtió que no se conformaría con ser "un paje de la corte" de Yeltsin, y que tenía un programa muy preciso, en particular en el campo de la defensa nacional, su favorito. Empezó con una afirmación: el sistema de defensa de la época soviética era eficaz porque estaba bien coordinado. El actual está compuesto de "reinos independientes" y muchas veces enfrentados. Según su punto de vista, la existencia de una guardia presidencial de 40.000 hombres dotada de armamento ultramoderno constituye una anomalía. Para reformar el Consejo de Seguridad, del que Yeltsin le ha confiado la dirección, aplicará una "terapia de choque". Lébed ha preferido usar ese término, que ha tomado prestado a los liberales, en lugar de la palabra "purga", que habría reavivado los recuerdos de épocas pasadas. Su amenaza iba obviamente dirigida a las eminencias grises del presidente situadas en el núcleo del sistema de seguridad: los generales Korzhakov y Barsukov y el viceprimer ministro Oleg Soskoviets, un trío conocido en Moscú como el "Rasputín colectivo". Por tanto, el general patriota no ha aceptado su puesto sólo para ajustar las cuentas con su "enemigo principal", el general Pável Grachov. El acuerdo a que ha llegado con Yeltsin preveía desde el principio otras destituciones además de la del ministro de Defensa.

Borís Yeltsin ha aceptado esas condiciones porque sabe que sin el 15% de los votos de Lébed no puede lograr la reelección. Pero ha realizado un sacrificio considerable. Alexandr Korzhakov, que entonces era mayor del KGB, se convirtió en guardaespaldas de Yeltsin desde que llegó a Moscú en 1987, y desde entonces no le ha dejado ni a sol ni a sombra. Permaneció a su lado durante su caída en desgracia en 1988 y le siguió fielmente durante su ascenso a la cumbre. Eso le valió el grado de general con rango ministerial y la jefatura de la guardia presidencial. Korzhakov estaba dispuesto a hacer lo imposible por su presidente. En el programa satírico Kukli (Los muñecos) se muestra a Korzhakov con Yeltsin en un globo aerostático en caída libre. "¿Por qué bajamos?", pregunta el presidente. "Es por la ley de la gravitación universal", contesta el fiel general. "Esa ley no me gusta: ¡anúlala!", ordena Yeltsin, y Korzhakov promete hacerlo. Naturalmente, el globo cae, porque Korzhakov no hace milagros. Pero para manipular las leyes aplicables, a veces inventadas en beneficio de la causa, su eficacia era incontestable. Tenía un acceso ilimitado a su jefe, frecuentemente enfermo o incapaz de desempeñar sus funciones, y podía convertir en multimillonarios a sus amigos de un plumazo concediéndoles licencias de exportación de petróleo u otros favores especialmente jugosos. Pero esa proximidad al zar Borís también suponía inconvenientes: en más de una ocasión, sobre todo en relación con la guerra de Chechenia, se echaba la culpa a Korzhakov de decisiones que sólo podían haber sido tomadas por el propio Yeltsin. El mes de mayo, durante la campaña electoral, el fiel general -bien informado de la impopularidad de Borís Yeltsin por su colega el general Barsukov, jefe del FSB, ex KGB- realizó una incursión tan insólita como desafortunada en el escenario político: declaró que las elecciones presidenciales debían aplazarse "para evitar la guerra civil". Esta vez, Yeltsin se vio obligado a desautorizarle. Pero rápidamente hizo suya la tesis según la cual la victoria de Guenadi Ziugánov llevaría a la guerra civil. De hecho, el presidente y el jefe de su guardia pretoriana se han hecho inseparables. De creer a Viacheslav Nikonov, jefe del estado mayor de la campaña de Yeltsin, Korzhakov sigue en el Kremlin después de su destitución sin una función determinada, para hacer compañía a su presidente. Es posible, no obstante, que esto no sea más que un rumor destinado a impedir una posible vuelta de Korzkakov.

Y es que, en el Kremlin, la batalla entre clanes es más dura que nunca. La semana pasada, cuando ya sabía que estaba en el punto de mira, el general Korzhakov tuvo tiempo, antes de ser destituido, de ordenar la detención de dos colaboradores de Anatoli Chubáis, del clan liberal. Esto obligó a este ex ministro de Privatizaciones a manifestar abiertamente su indignación. Pero Yeltsin le había conservado en su equipo pidiéndole que se mantuviera en la sombra, debido a su impopularidad. Chubáis era sospechoso de haberse enriquecido a costa del Estado. El alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, a pesar de ser también liberal, había llegado a pedir que Anatoli Chubáis compareciera ante la justicia. Los dos colaboradores de Chubáis fueron detenidos por los hombres de Korzhakov cuando abandonaban la sede del Gobierno con una maleta en la que había medio millón de dólares. Según un sondeo efectuado en las regiones orientales, la reaparición de Chubáis y la maleta de dólares han hecho bajar 13 puntos la popularidad de Yeltsin. En el Kremlin se reconoce que los últimos asuntos fratricidas corren el riesgo de debilitar las posibilidades del presidente en la segunda vuelta de las elecciones. En ese caso haría falta que Alexandr Lébed y Grigori Yavlinski no se limitaran a negar sus votos a Zhiugánov, sino que aceptaran convertirse en locomotoras en la nueva campaña del presidente. Ni uno ni otro parecen dispuestos a hacerlo. "No comercio con mis votos; es incompatible con mi honor de oficial", dice el primero. "No soy un führer que da órdenes a sus votantes", insiste el segundo. En realidad, esos argumentos ocultan un importante desacuerdo político. Por diferentes razones, ni Lébed ni YavIinski han aprobado nunca las reformas ultraliberales emprendidas bajo el mandato de Yeltsin por el equipo de Gaidar y Chubáis. En ese sentido, resulta significativo que el ministro del Interior, el general Anatoli Kulikov, gran adversario de las privatizaciones, no haya sido víctima de la depuración realizada por Lébed en los ministerios denominados de fuerza. Grigori YavIinski es aún más explícito y pide de hecho que Borís Yeltsin desautorice la política económica de los cinco últimos años y emprenda una vía más social, "para que los trabajadores rusos cobren su salario a fin de mes y las jubilaciones dejen de ser inferiores al mínimo vital".

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Eso es pedir mucho. Porque si Yeltsin, después de haber roto con su ala dura, se separa también del ala ultraliberal, se encontrará -como dice la estrella de televisión Evgueni Kisielev- en un "vacío político". Es cierto que ya ha anunciado que tras su victoria formará un Gobierno completamente nuevo, pero no ha dado la menor explicación sobre su composición. El único que con seguridad desempeñará un papel preponderante es el general Alexandr Lébed, que ya se comporta como si hubiera tomado el Kremlin bajo su tutela.

En particular, quiere que se confíe el Ministerio de Defensa al general Igor Rodionov, una bestia negra de los demócratas, que en 1989 quisieron acusarle por una desastrosa operación represiva en Tiflis (12 muertos). Lébed, que estaba allí, nunca creyó las acusaciones, y afirma que este general de cuatro estrellas es el militar ruso más brillante. Lo que es seguro es que en 1995 Igor Rodionov presidió el comité de oficiales a favor de la lista del KRO (Congreso de las Comunidades Rusas), en la que figuraba Lébed, que fue elegido miembro de la Duma. Además de Rodionov, muchos otros generales a quienes Pável Grachov dejó en el banquillo obtendrían puestos tanto en el Ministerio de Defensa como en el del ex KGB. Como si eso no bastara, Lébed ha ordenado reabrir, la investigación -archivada desde hace tiempo por orden del Kremlin- sobre las inalversaciones en el grupo occidental del ejército durante la evacuación de Alemania del Este. Eso supone poner en tela de juicio no sólo al ministro dimitido, Pável Grachov, sino también a, muchos otros militares protegidos por Borís Yeltsin. Ya está en marcha el relevo total en el seno del ejército.

La gran debilidad de Borís Yeltsin en los enfrentamientos que se avecinan es que no tiene un partido político. En lugar de crear uno cuando estaba en la cima del poder, se conformó con cuidar su brazo armado que le hacía aparentemente invulnerable. Fue por eso por lo que tantos rusos creyeron que las elecciones presidenciales serían aplazadas, o que su resultado sería falsificado en beneficio del todopoderoso presidente. Tras la llegada de Lébed al Kremlin, ese tipo de golpes ya no parece posible. Porque incluso, aunque todavía no disponga de todas las bazas, el general ya está en disposición de controlar ese famoso brazo armado. Resulta incluso sorprendente enterarse de la rapidez con la que los militares que ocupan actualmente cargos se han puesto a informar de todos los hechos y gestos de su enemigo Grachov y de otros miembros de su entorno. Más aún: incluso las quejas de los civiles se dirigen ahora a Lébed. Los mineros de Vorkuta, por ejemplo, que votaron a Yeltsin pero siguen sin cobrar su sueldo, ruegan al general que solucione urgentemente su problema. Algunos se preguntan incluso si la influencia de Lébed no va demasiado deprisa y demasiado lejos. En todo caso, esa influencia podría presagiar nuevas pruebas de fuerza en el Kremlin. Los liberales del equipo presidencial aseguran que Korzhakov y los demás quisieron convertir a Yeltsin en una momia, semejante a Breznev durante los últimos años de su reinado. Pero, si es tan fácil embaucar al presidente, puede uno preguntarse qué hará de él Alexandr Lébed, un hombre de temple muy distinto al de Korzhakov, Barsukov y sus colegas.

El candidato comunista se abstiene en estos momentos de cualquier crítica sobre el asunto, porque no quiere atacar a Lébed: espera recuperar a sus votantes. Para mejorar aún más sus posibilidades, ha anunciado que, en caso de triunfar, formará un Gobierno de confianza nacional, cuya presidencia sería confiada a una personalidad independiente, que incluso podría pertenecer al bando demócrata. A la espera del día de las elecciones, ni Yeltsin ni Ziugánov salen ya de Moscú: el primero ha renunciado a acudir a la cumbre del G-7, a pesar de que debía ser la estrella de la reunión; el segundo confía en la eficacia de su partido para lograr un éxito decisivo en la campaña. En los dos bandos hay un obligado optimismo, pero se prevé un resultado extremadamente ajustado, y se teme -sobre todo en el entorno de Borís Yeltsin- el aumento de la abstención, que podría resultar fatal para el presidente saliente.

K. S. Karol es especialista francés en cuestiones de Europa del Este.

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