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Tribuna:La crisis del CGPJ
Tribuna
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El llamado gobierno del Poder Judicial

La crisis por la que pasa estos días el Consejo General del Poder Judicial -órgano de gobierno de los jueces, encargado de velar por su independencia- ha puesto de manifiesto un problema de fondo: el mal funcionamiento de este organismo constitucional prácticamente desde su puesta en marcha en 1980. ¿Cuáles son las razones del fracaso? ¿Es un problema de las personas que lo forman, de cómo se eligen sus miembros, o hay que profundizar hasta cuestionar su diseño constitucional? En estas páginas se intenta responder a estas cuestiones y aportar soluciones ante la grave crisis de una institución básica para la democracia en general y el servicio público de la justicia en particular.

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Decía Benjamin Constant que los jueces o debían ser escogidos únicamente entre los miembros de las clases más acomodadas o debían ser nombrados y pagados con los mayores sueldos como funcionarios del Estado. También dijo en otro momento que en el matiz residía la verdad.Teniendo en cuenta estas dos ideas, sigue siendo un tópico el señalar que el pariente pobre del Estado liberal ha sido la justicia. Las cifras cantan: sin variación apreciable, el Estado ha' venido destinando a este importante servicio público menos de un 2% de sus Presupuestos Generales. Quizás la reflexión de la Comisión General de Codificación a mediados del siglo pasado nos serviría para resaltar esta realidad cuando indicaba que no había dinero ni para los tinteros de los abogados.

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Sin embargo, en mi opinión y en la actualidad, no es el problema económico lo esencial del hipotético problema de la justicia: los actuales jueces y magistrados gozan de sueldos que son la envidia de los demás funcionarios, y, en este sentido, Benjamín Constant se mostraría, sin matiz alguno, entusiasmado. El problema es estructural.

Por un lado, son funcionarios dependientes de la Hacienda pública como puede serlo un guardia urbano o un catedrático de Universidad; y, por otro, conforman un poder del Estado. Solucionar esta contradictoria dualidad esquizofrénica (funcionario dependiente-poder independiente) no sólo no es fácil, sino que es imposible.

Y si a ello le añadimos que para asegurar esa doble condición, incompatible en pura lógica, se ha creado un órgano de gobierno de los jueces (el Consejo General del Poder Judicial) que debe defenderla y garantizarla, sucede lo que, en principio, es inevitable: también el Consejo General del Poder Judicial se convierte en un órgano esquizofrénico, pero ya no dual, sino plural. Por un lado, debería procurar que ese poder del Estado (el judicial) M que habla nuestra Constitución sea poder y sea independiente; por otro, debería procurar que sus miembros, en cuanto funcionarios que son, respondieran de su dedicación al trabajo de juzgar; debería, igualmente, atender a que la independencia judicial no sea un privilegio de casta, sino funcional a la actuación del Estado de derecho constitucionalmente consagrado; debería, en suma, ser él mismo independiente de los propios jueces y magistrados a los que gobierna, aunque ocurra que la mayoría de sus miembros son jueces y magistrados.

El Consejo General del Poder Judicial, por su propia situación en la estructura orgánica del Estado, se convierte en la expresión visual y verbal de un sistema que, en sí mismo, necesita de la con tradicción y de cierta disfuncionalidad para sobrevivir. No es sino un ejemplo más de la antiquísima visión dialéctica de la realidad y del propio funciona miento institucional; en definitiva, del juego de contrarios en el que todos nos hallamos inmersos. Y, como siempre, contradicción y disfuncionalidad admiten grados, pero también prohíben determinados niveles.

La cuestión, por tanto, reside en contestar a qué responde la evidente no ya inoperancia, sino inopia presente del Consejo a que nos referimos en cuanto órgano constitucional del Estado, Se podría afirmar que la causa de todo reside en su inadecuada regulación por la Ley Orgánica del Poder Judicial. Se podría imputar igualmente a determinadas carencias personales de sus miembros. Se podría achacar su lamentable estado incluso a la presión de los partidos políticos en una coyuntura especialmente confusa. Y así sucesiva.

Creo, sin embargo, que ninguna de éstas y aun otras posibles opiniones bastan por sí mismas para explicar el mal funcionamiento endémico (e histórico) que afecta al gobierno del Poder Judicial. Situar la discusión en torno a si debe ser el Parlamento, como ahora sucede, el que elija la totalidad de sus miembros, o, como sucedía inmediatamente después de la aprobación de la Constitución, deberían ser las asociaciones iudiciales las que eligieran a 12 de sus 20 componentes, me parece que es desviar la atención del problema de fondo. Debo decir, no obstante, que considero un contrasentido muy de bulto el que un cuerpo de funcionarios -al que además la Constitución le prohibe la pertenencia a partidos políticos y sindicatos- autoelija a la mayoría de un órgano constitucional del Estado destinado a su propia gobernación.

Pensar que la situación cuotas de representación de los partidos políticos, por muy rechazables constitucionalmente que sean, tampoco nos aclara en exceso el panorama. Caer en la tentación de imputar los defectos de funcionamiento a la personalidad individual de algunos o de todos, sus miembros sería de una irracionalidad casi primitiva.

A mi juicio, el núcleo fundamental reside en un doble mito ideológico: la sacralidad de la función jurisdiccional y la independencia orgánica del Poder Judicial. Y, como todo mito, cumple una importante función justificadora cuando se trata de llevar a cabo la organización del consentimiento de los ciudadanos. Sin embargo, choca con la realidad. Porque se quiere olvidar o hacer olvidar que el poder judicial es un poder del Estado, que pertenece al Estado; que es Estado -el Estado juez- y que, en consecuencia, su razón de ser, desde la misma aparición del Estado liberal y aun antes, no es la realización de la justicia, sino la aplicación del derecho con el que el Estado realiza su organización y su dominación. No es casualidad, ni momento para explicarlo, el que nuestra Constitución estableciera la exclusiva sumisión del juez a la ley y al propio texto constitucional.

Planteadas así las cosas, lo que hay que buscar es un mecanismo que garantice la independencia de la función judicial y no tanto un mecanismo que pretenda garantizar la independencia de un órgano o conjunto orgánico que, por definición, ni lo es, ni lo ha sido nunca, ni puede serlo.

Los independientes son o deben ser los jueces en el ejercicio de su función de aplicar el derecho, no mucho más de lo que debe ser un profesor en el ejercicio de la suya o un inspector tributario. Y, en este sentido, tanto la regulación constitucional como la contenida en la Ley Orgánica del Poder Judicial las considero perfectamente plausibles: en definitiva, lo que ambas normas pretenden es impedir que el ejercicio de la jurisdicción se vea invadido por instituciones no judiciales.

La previsión de un órgano específico de gobierno como es el Consejo General no es sino un plus de garantía a tal efecto. Sucede, sin embargo, que la carencia básica del Consejo General del Poder Judicial reside no tanto en su incapacidad de gobierno cuanto en la ausencia de instrumentos de coordinación y colaboración con los demás órganos constitucionales del Estado. No se puede administrar un poder del Estado si no se actúa coordinadamente con el resto de ese mismo Estado.

El principio de independencia no puede significar aislamiento sino fidelidad a un proyecto de ordenación jurídica de la sociedad basado en el cumplimiento del pacto central en el que se fundamenta: la Constitución.

El Consejo es instrumental en relación con la organización judicial, y la organización judicial es instrumental respecto al Estado en su conjunto. La justicia como principio sirve para interpretar las normas jurídicas; la justicia como ideología es solamente un arma de algunos poderosos.

Miguel Á. Aparicio Pérez es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona.

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