Una sola obra maestra
A la espera del Nixon que tan en secreto ha rodado el nada nixoniano Oliver Stone, director de la muy kennedysta JFK; y El presidente y Miss Wade, ficción inspirada en la pareja presidencial Clinton-Hillary organizada por el clintoniano Michael Douglas, se puede decir que Hollywood se ha ocupado muchas veces -un rápido recuento da alrededor de cien títulos, -la mayoría olvidados y muchos de ellos westerns con presidente episódico dentro-, pero las más con poca fortuna, de los inquilinos reales o ficticios de la Casa Blanca.Hace poco, la televisión emitió una espantosa Franklin Delano Roosevelt en la que incluso lo hacía mal Jason Robards, que ya es difícil. También se emitió recientemente Todos los hombres de presidente y parece evidente que la explosión de audiencia que en su tiempo -los años setenta, a bote pronto de la edición del libro de Bob Woodward sobre el feo asunto del Watergate- crearon Robert Redford y Dustin Hoffman dirigidos por Alan Pakula, era un espejismo, pues la película ha envejecido de forma irreparable.
Como ha envejecido aquella canonización colosalista de MacArthur, sólidamente recreado por Gregory Peck, enfrentado a un fantoche del presidente Harry Truman que da pena verlo. Pero no han envejecido, o al menos no tanto, las duras ficciones políticas de (en farsa) Doctor Strangelove y (en drama) Siete días de mayo, en las que Stanley Kubrick y John Frankenheimer aportaron dos de las escasas indagaciones de envergadura del cine en el capítulo de los halcones neofascistas del Pentágono durante la Guerra Fría.
Patton y El valle del fugitivo tienen toques presidenciales, dedicados a Eisenhower y Theodor Roosevelt, interesantes. En la línea de tiro, Por encima de todo y una solvente serie televisiva que Martin Sheen protagonizó sobre Watergate, son aportaciones inteligentes, divertidas, que nos meten hasta el cuello en las luces y sombras de la cima del poder político en Estados Unidos. Por ejemplo, el visto y no visto encuentro de Michelle Pfeiffer y Jackie Kennedy en Por encima de todo dice más acerca de qué fue la era Kennedy para infinidad de estadounidenses que el más sesudo tratado histórico sobre el kennedysmo.
Pero en el cine de la edad dorada de Hollywood hay una película, El joven Lincoln (1939), una de las fundamentales de John Ford, ante la que no es arriesgado apostar que su hora y media de metraje vale por todas las incontables toneladas de celuloide presidencial del cine americano. Eisenstein la consideraba la suprema -ciertamente, el cineasta ruso, muerto en los primeros años cuarenta, no tuvo ocasión de ver la zona final de la filmografía de su colega- película de Ford, y no andaba descaminado, pues medio siglo después de hecha sigue siendo un poema irónico y lírico genial.
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