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Justicia y legitimidad democrática

No existe Justicia democrática al margen de un Estado democrático. Y un Estado sólo es democrático cuando la soberanía popular se ejerce por la vía de elecciones libres. A partir de este supuesto básico, todos los poderes del Estado quedan democráticamente legitimados; por el contrario, cualquier poder que se construya sin que la soberanía popular quede garantizada por el ejercicio libre del sufragio universal no es democrático ni puede reclamarse como tal.Ciertamente, la Justicia como poder independiente de un Estado democrático se ejerce a través de jueces y magistrados, que no tienen que ser forzosamente elegidos por las urnas. Así, su legitimidad democrática no descansa directamente en el sufragio universal, pero es evidente que sólo éste permite que la soberanía popúlar, a través del poder legislativo, de garantías democráticas al poder judicial. Querer confrontar legitimidades democráticas o reclamar la pluralidad de éstas puede abrir una importante grieta en la concepción clásica de la de mocracia europea y occidental.

Es evidente que corresponde a jueces y magistrados perseguir los abusos que en- el campo de la política puedan practicarse. Corresponde a la Justicia enfrentarse a los temas de la corrupción y a cualesquiera otros que puedan afectar a la vida social y política del país. Pero la legitimidad que permite a jueces y magistrados perseguir estos supuestos descansa en las mismas urnas que eligieron a los políticos susceptibles de ser tenidos como corruptos o abusivos.

Si por una especial regla de tres se concluyera que la política permite la corrupción y que como sea que es a la Justicía a la que corresponde restablecer la legalidad de las actuaciones, sólo la Justicia tiene una legitimidad democrática, no tan sólo sería un absurdo, sino un claro atentado al Estado democrático y de derecho. En el régimen anterior -y obviamente a España se está haciendo referencia- también, existían jueces y magistrados, y aun aceptando que sus resoluciones se adoptaran, de acuerdo con el más fiel y estricto cumprimiento de la legalidad en aquel momento vigente, en modo -alguno sería aceptable hablar de su legitimidad democrática. En un país sin libertad, por definición, tampoco la justicia era libre. Porque, de aceptar lo contrario, debería sostenerse que cuando se condenaba a ciudadanos por manifestarse o por reunirse, o por constituir sindicatos o partidos clandestinos, o por hablar o por escribir, e incluso casi, sólo por pensar, la honestidad -no discutida- de jueces y magistrados que se limitaban a aplicar las leyes vigentes avalaría la legitimidad democrática de aquellas resoluciones. Absolutamente absurdo.

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La soberanía reside en el pueblo y la Justicia emana del pueblo. Y esto sólo se expresa por la vía del sufragio universal. Por ello, cuando el sistema electoral y la propia Constitución señalan a los partidos políticos como cauce fundamental de participación política, cualquier minusvaloración del papel de los partidos en la construcción de un sistema democrático es altamente negativa. Pero si, además de lo qué se trata es de oponer al poder político "con el poder judicial", esto es además altamente peligroso.

Se están diciendo demasiados cosas y no todas ellas pueden ser aceptadas desde el silencio. Una crisis coyuntural del sistema, o un conjunto gravísimo de hechos que impresionen a la opinión pública por su trascendencia y por lo que pueden representar de agresión a los valores que informan un Estado democrático, no son excusa suficiente para formulaciones que en su crítica exceden mucho más allá de lo que cabe dentro del ordenamiento constitucional. Por ello sería bueno pensar que la agitación reinante ha impulsado expresiones y planteamientos que están lejos del sentir real de importantes colectivos, de nuestro país, pero también sería bueno que así se dijese por estos propios colectivos. En caso contrario, la duda subsiste y sólo hace más complicadas las cosas.

La tentación de reprimir el abuso posible en el ejercicio del poder democrático, negando el propio ejercicio del poder democrático, está en el origen de todos los planteamientos totalitarios de nuestro siglo. Nadie ha negado en teoría la soberanía popular, pero muchos la han interpretado de maneras tan sesgadas y arbitrarias que lo que han hecho posible ha sido la negación de toda soberanía que no fuera la del máximo, único y totalitario intérprete de esta voluntad popular.

Y hoy, en plena crisis de valores y sistemas, en todo el mundo occidental se acepta que la única garantía real del sistema democrático es la legitimidad de las urnas; a partir de aquí se discuten sistemas y otros niveles de participación ciudadana, pero las urnas -entendidas como la expresión del sufragio universal- son la única garantía del ejercicio democrático de todos los poderes del Estado.

Parece incluso ridículo tener que poner tanto énfasis en estas afirmaciones, pero parece que hoy en la carrera de despropósitos que domina nuestro que hacer diario es incluso necesario recordar la obviedad.

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