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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ecología y sensatez

LAS OBRAS públicas españolas tienen un largo historial de atropellos medioambientales. No resulta extraño que algunos proyectos disparen la alerta ciudadana por temor a una actuación inmisericorde para con el entorno natural. Sin embargo, a veces este tipo de alarmas se basan en una filosofía conservacionista que confunde la salvaguarda de la naturaleza con su intangibilidad total.Los propios ecólogos han teorizado sobre la capacidad que tiene la naturaleza de absorber el progreso técnico del hombre. Los recientes incendios en los bosques españoles han demostrado, por ejemplo, que una carretera forestal no tiene que suponer, por principio un desastre para la salvaguardia del paisaje que atraviesa. Por el contrario, en muchos casos se ha echado en falta el camino -que podría haber servido asimismo de cortafuegos- para poder llegar a un bosque en llamas. La causa principal de su perdición ha sido, precisamente, su estado asilvestrado.

No hay Arcadias en España. Ni en Europa. Nuestros bosques son fruto de una labor de siglos de explotación forestal. Dejarlos expuestos a un supuesto, idílico abandono sólo multiplica los peligros para el bosque y los hombres.

Hablemos de carreteras. El peligro muchas veces no radica en el propio trazado. Determinados parajes pueden ser atravesados por una carretera sin que esto suponga un desmán medioambiental si la arteria de tráfico es sólo eso, una vía de paso que facilita la comunicación entre dos puntos distantes. Y nadie puede dudar de que polos de desarrollo económico como Madrid y Valencia tienen que estar comunicados por vías terrestres que no sean la vergonzosa carretera que hoy los une. Las carreteras bien pensadas no tienen por qué hacer tanto daño como los negocios, urbanísticos o de servicios, que se dejan crecer a su vera.

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Estas semanas, el ciudadano asiste a una viva polémica sobre el paso de la autovía N-III por. las hoces del río Cabriel. Sin discutir el fundamento de los tenores del presidente de Castilla-La Mancha ante determina dos trazados de la misma propuestos por el ministerio del ramo, no acaba de entenderse que estos temores se hayan despertado tan tardiamente y que sólo ahora se quiera declarar el paraje como zona protegida. También tiene razones para su propia perplejidad el presidente de la comunidad, José Bono, cuando una de las alternativas planteadas inicialmente por el Ministerio de Obras Públicas, la denominada A, ahora resulta que es inviable técnicamente, según sus propios proponentes. Justamente se trata de aquella que menos daña al entorno. Sin sentenciar sobre que solución es la mejor, sí es preocupante que sea tan laborioso el llegar a discernir qué alternativa es la mejor.

El currículo de chapuzas que adorna la obra pública española exige a las administraciones esmero a la hora de proponer y debatir proyectos de tanto calado medio ambiental. Esmero y también pedagogía para poder liquidar las lógicas dudas de la ciudadanía. No han he cho alarde de ello ninguna de las administraciones implicadas en el caso de la citada carretera. Tal como están las cosas, unos pueden pensar que el ministerio prima el ahorro sobre, el respeto. Otros pueden creer que las autoridades de Castilla-La Mancha no tienen mayor in terés en una autovía que en cierto modo va a desplazar a Albacete y, en cambio, les permite erigirse en defensores de un paraje que ciertamente es único. Y terceros pueden especular con que los apremios del presidente de la Comunidad Valenciana sólo se deben a la cercana primavera electoral.

Quizá todo sea más simple. Cuestiones controvertidas tienen la virtud de dividir las opiniones. Es así. Y hay que discutirlo todo. Porque de este debate debe surgir la mejor o menos mala de las soluciones. Por ello es lamentable que se alimenten sospechas sobre la mala fe o el carácter innoble de la posición contraria. La autopista entre Valencia y Madrid es necesaria. Pero también lo es que no se envenenen las relaciones entre las comunidades con grescas demagógicas. Y que se minimice el efecto de una obra necesaria sobre parajes escasos -o únicos- en nuestra maltratada geografía. El coste es un factor a tener en cuenta, pero no es el único. Este ejercicio de templanza y sensatez se lo debemos a nuestro paisaje, a nuestra economía y a los ciudadanos.

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