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La trampa posmalthusiana

Enrique Gil Calvo

Existen abundantes indicios, tan recientes como innecesarios de recordar, que parecen apuntar en una misma dirección: la inminente voluntad política de controlar el crecimiento del Estado del bienestar. Es cierto que este recorte es denunciado desde hace tiempo por las cavernas antigubernamentales de izquierda y derecha: y con tanta insistencia que, como en el cuento del pastor y el lobo, ya no podemos creerlo. Pero puede que esta vez vaya en serio. Supongamos por un momento, a título de hipótesis, que fuese así: ¿qué razones podrían conducir a un Gobierno a hacerse semejante haraquiri electoral? Cabe pensar, si nos ponemos en plan maquiavélico (como suele hacer la concepción conspiratoria de la historia), que, al desaparecer con el fin de la guerra fría las razones que aconsejaron al capitalismo extender la concesión de los derechos sociales a toda la población trabajadora (con la esperanza de que ésta prefiriese la socialdemocracia domesticada al comunismo revolucionario), ya no le resulta necesario seguir haciéndolo más, puesto que el fantasma del comunismo ha desaparecido y ya no hay miedo a que el pueblo proteste o se rebele; por lo tanto, ¿a qué fin seguir sobornándole con tan carísimos como inútiles derechos sociales? En efecto, el Estado del bienestar nació tras el fin de la II Guerra Mundial, y lo hizo tanto para paliar la posguerra, previniendo keynesianamente la reaparición de crisis depresivas, como para desarmar ideológicamente al adversario socialista de la naciente guerra fría: por lo tanto, vencido y superado el socialismo real, ¿por qué no descafeinar del todo una socialdemocracia tan rígida y costosa como ya felizmente innecesaria? Este maquiavelismo es desde luego verosímil, pero si no se sostiene es por razones electorales: puesto que los votantes tienen poder de veto, nunca permitirían el recorte de sus derechos adquiridos. Por lo tanto, el gobernante que se propusiese (por las razones que fuese) llevar a cabo el recorte debería estar también dispuesto a suicidarse políticamente. Lo cual, sin embargo, tampoco es descartable. Imaginemos alguien que, tras lustros de gobernar victoriosamente, decide retirarse de la política asumiendo el coste de controlar el Estado del bienestar, a sabiendas de que un gobernante normal no puede hacerlo por razones electorales, pero sabiendo también que alguien tiene que hacerlo, dado que así lo exigiría la realidad social. Pero ¿es cierta esta necesidad? En este sentido, el principal argumento aportado es la llamada crisis fiscal del Estado del bienestar, cada vez más verosímil conforme crece el envejecimiento poblacional. Por lo demás, si reconocemos la creciente mundialización del comercio, advertiremos que los Estados protectores europeos ya no pueden competir con las ciudades-Estado de la cuenca del Pacífico, que vacían nuestros mercados de trabajo a fuerza de dumping social. Por lo tanto, hay que reducir costes: y quizá deba comenzarse por controlar ese lujo cada vez más insostenible que representarían los derechos sociales. Pero aún hay algo más, pues es posible que exista una especie de trampa malthusiana (o posmalthusiana, si recordamos que la trampa de Malthus sólo se da en los inicios del desarrollo económico), capaz de agotar los recursos económicos de una sociedad por el crecimiento excesivamente insoportable de sus gastos sociales.

La trampa malthusiana clásica, que es la trampa premoderna de la pobreza, se da cuando los excedentes económicos (alimentación incluida) crecen a menor velocidad (por ejemplo, en progresión aritmética) que la población (que crecería en progresión geométrica). Es sabido que Europa escapó de esa trampa, e inició el desarrollo económico asociado a la revolución industrial, gracias al modelo europeo del matrimonio (elevadísimo celibato y muy tardías nupcias) que permitió controlar el crecimiento de la fecundidad. Pues bien, una vez completado el desarrollo económico posindustrial, y cuando ya nos hallásemos en una sociedad plenamente desarrollada (o posmoderna), la trampa posmalthusiana volvería a plantearse de nuevo por envejecimiento demográfico.

Sin embargo, el círculo vicioso ya no se establecería ahora entre población y recursos, sino esta vez entre derechos sociales y excedentes económicos: cuanto más crece la economía (por ejemplo, en progresión aritmética), a más velocidad crece todavía la demanda de derechos sociales (casi en progresión geométrica). Pero la consecuencia sería la misma: el bloqueo y colapso del crecimiento económico, pues todo el excedente generable debería consumirse en costear el insaciable crecimiento de los gastos sociales (sin resto de ahorro productivamente reinvertible). Por lo tanto, para romper este círculo vicioso, capaz de ahogar toda nuestra capacidad de crecimiento, resultaría preciso encontrar alguna solución política (equivalente al modelo europeo de matrimonio) que nos permitiera escapar del callejón sin salida.

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¿Por qué crecen a mayor velocidad los gastos sociales que los excedentes económicos necesarios para costearlos? Sobre todo, porque los derechos sociales son considerados por los ciudadanos como si fuesen derechos individuales (cuando no lo son); esta perversa privatización de los derechos sociales hace que la demanda individual de más y mejores derechos sociales resulte literalmente insaciable. Todos y cada uno de los ciudadanos demandan más y mejor educación, más y mejor sanidad o más y mejor jubilación, a cuyas prestaciones públicas se creen con legítimo derecho personal.

Aparece así la tragedia de los bienes públicos (Olson) o comunales (Hardin), que se agotan inexorablemente conforme van siendo crecientemente explotados por sus consumidores individuales; y esto sucede tanto en los ecosistemas naturales como en las autopistas, los hospitales, la seguridad social o las universidades. Así, cada ciudadano privado, en nombre de sus derechos individuales, se comporta como un free rider (parásito racional que se apropia de los beneficios colectivos sin contribuir a costearlos), explotando en su propio interés los derechos sociales ajenos. Éste es, por ejemplo, el caso de la enseñanza superior (costeada por los impuestos que pagan todos los asalariados, pero disfrutada sólo por una minoría de privilegiados), como perversa ilustración de la parábola que san Mateo atribuyó a Jesucristo: "A quien tiene más se le dará, y a quien no tiene todo le será quitado".

Esta confusión entre derechos individuales y sociales es demasiado trágica para tolerarla tan a la ligera como se hace. Los derechos individuales son derechos de actuación (de expresión, voto, asociación, etcétera), que implican la no intervención del Estado (dado que no los puede prohibir), mientras los derechos sociales son derechos a la percepción de bienes públicos (a la educación, la salud, la jubilación, etcétera), que exigen la necesaria intervención del Estado para procurarlos (mediante políticas redistribuidoras de igualdad de oportunidades). Pero la tragedia reside en que los derechos individuales sí pueden universalizarse absolutamente, dado que son reconocidos a todos por un solo acto estrictamente jurídico, mientras con los derechos sociales esto no resulta posible, pues cada reconocimiento particular exige costosos actos económicos.

Todos tenemos igual derecho individual a votar, pero no todos tenemos igual derecho social a recibir atención sanitaria gratuita: los pobres tienen más derecho que los ricos, y los enfermos más derecho que los sanos. Y el que a un accidentado se le proporcione una silla de ruedas no implica que haya que hacerlo también con todos los demás sujetos ilesos. De ahí la imposibilidad de universalizar los derechos sociales, pues mientras sí resulta posible universalizar la protección frente al riesgo (de accidente o enfermedad), socializando colectivamente el coste de su probabilidad de ocurrencia individual, no resulta posible hacerlo con

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La trampa posmalthusiana

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aquellas oportunidades de éxito (como la educación superior, por ejemplo) que generan ventajas comparativas en los procesos de selección social.

Esta desgraciada confusión política entre derechos individuales y sociales adquiere particular gravedad en la cuestión de la jubilación. El sistema de financiación por reparto implica hacer de la protección a la vejez un derecho social que no puede universalizarse y que debe reservarse a aquellas situaciones de carencia que precisen protección frente al riesgo. El repartir o no, a quién hacerlo y por cuánto son cuestiones políticas que sólo pueden decidirse y revisarse por mayoría parlamentaria, por lo que deben consistir en pensiones no contributivas que exigen redistribución de la renta: algo sólo financiable con cargo a impuestos.

En cambio, el sistema de financiación por capitalización conlleva considerar la jubilación como un derecho individual universalizable, que permite ahorrar una cuota de los ingresos personales para invertirla a largo plazo y poder percibirla en la vejez multiplicada proporcionalmente. Pero siendo un derecho personal, individualmente adquirido, el Estado no puede recortarlo ni repartirlo, limitándose a reconocerlo y administrarlo (razón por la cual estas pensiones no pueden ser financiadas con cargo a impuestos, al ser sólo producto acumulado de la cotización personal).

Estas dos modalidades, la católica de reparto del rancho común, y la protestante del autista merecimiento, pueden combinarse para multiplicar sus respectivos efectos de redistribución igualitaria (la católica) y de incentivación del propio esfuerzo (la protestante). Pero nunca deben confundirse entre sí (como sucede al reivindicar como un derecho individual la universalización del reparto), so pena de que la trampa posmalthusiana estalle.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.

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