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La reconstrucción del Liceo

Sentí mucho la muerte de mi abuelo, pero nunca se me ocurrió ir a una residencia de ancianos a buscar uno que se le pareciera para llevármelo a casa. Sin embargo, ante el incendio del Liceo la decisión unánime de las instituciones de reconstruirlo en el mismo lugar y con idénticas características físicas ha sido expresada con una fuerza y convicción casi dictatoriales. Se trata, sin duda, de una reacción natural, dadas las circunstancias dramáticas que la han provocado, pero convendría sopesarla con cuidado.En primer lugar, esta reacción heroica ante los golpes del destino oculta o trata de ocultar, sin duda instintivamente, la posible responsabilidad por el siniestro. Yo creo que existe una responsabilidad, y muy grave, quizá no individual, pero sí colectiva. Es un hecho cierto que nuestro patrimonio cultural está en un estado de precariedad inadmisible por incompetencia o desidia, y que todos los barceloneses somos responsables de ello en mayor o menor medida.

En cuanto a la reconstrucción, tengo mis dudas. Voces autorizadas nos advierten de que una reconstrucción completa es imposible. También de que aun esta reconstrucción parcial no podrá ser rápida. Si tenemos en cuenta que la exactitud en el cumplimiento de los plazos en las obras públicas no es lo que caracteriza nuestra ciudad, cabe pensar que la reconstrucción del Liceo puede convertirse en una repetición de historias que no es éste momento ni lugar de airear. Otras voces igualmente autorizadas aseguran que la reproducción fiel del antiguo Liceo es factible e incluso fácil. Yo no lo sé. Pero en cualquier caso, no puedo sustraerme al recuerdo del célebre cuento de Borges sobre Pierre Menard, autor del Quijote.

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Pero lo que ahora me preocupa no es esto, sino, decidir si vale la pena reconstruir el Liceo tal y como era hace unos días. ¿De veras nos interesa reproducir artificialmente un teatro que hasta el día de ayer arrastraba una larga serie de males endémicos atribuibles a su antigüedad o acumulados a lo largo de su existencia, y en última instancia, un teatro dedicado a producir a un costo exorbitante unos espectáculos bastante mediocres por término medio?

Se ha citado la reconstrucción de la ópera de Viena o la de Dresde. Desde luego, las circunstancias históricas son muy distintas. No obstante, algo hay en este argumento que vale la pena detenerse a considerar. Ciertamente, el Liceo es un edificio simbólico, pero ¿de qué? No nos engañemos. El Liceo fue el reducto de una burguesía reaccionaria y carca, con cuyo recuerdo no deberíamos sentirnos identificados, la otra cara de los fosos de Montjuïc y, en suma, el símbolo de lo que el pueblo de Barcelona siempre quiso erradicar de nuestro suelo. Los grupitos airados que hace unas décadas acudían a la puerta del Liceo a abuchear a los asistentes que salían de la función con sus trajes de gala, realizaban un acto políticamente ingenuo, pero no necesariamente absurdo. Afirmar que el Liceo fue un reducto franquista es poco decir: fue en buena parte la burguesía que frecuentaba el Liceo la que financió las bombas que las fuerzas franquistas arrojaron sobre Barcelona y sobre el resto de España. Quiero pensar que todo esto es hoy agua pasada y no creo que haya que ser vengativo con la Historia: nunca propondría que se derribara el recuerdo de un mal paso. Pero tampoco creo, sin más, que debamos llorar la pérdida del Liceo como si con él se hubiera perdido un elemento valioso de nuestra identidad. Otra cosa son los recuerdos personales, muy respetables, pero, a mi juicio, poco pertinentes al caso que nos ocupa.

Es cierto que la mera idea de aprovechar las circunstancias para construir un teatro de ópera nuevo en otro lugar pone los pelos de punta, no porque la idea sea mala en sí, sino por la experiencia de tantos y tantos macroproyectos como podemos ver hoy esparcidos por nuestra ciudad en distintas fases de estancamiento o abandono. En sentido contrario, la terminación de algunos de estos grandes proyectos, como la Ópera de la Bastilla, inducen a pensar que más vale reproducir un edificio que, con todos sus defectos, contaba con la ventaja de haber sido hecho antes y por otros, es decir, de no responsabilizar a nadie. Por unas razones u otras, hoy en día nadie parece confiar en que la arquitectura moderna sea capaz de llevar a cabo una obra de este tipo, entendiendo por arquitectura, no sólo el diseño arquitectónico, sino también la conjugación de fuerzas económicas, institucionales y de otra índole que han de permitir que este diseño se haga realidad.

Por otra parte, la construcción de un nuevo teatro de la ópera nos obligaría a plantearnos la disyuntiva de si tal cosa tiene sentido. Bien está que las ciudades que ya tienen ópera la conserven, pero crearla cuando no existe (y éste es el caso de Barcelona hoy, aunque nos cueste hacernos a la idea), ¿está justificado?

Yo creo que sí. La ópera, al igual que la música clásica, el teatro, el arte, el patrimonio cultural en general, debe conservarse aunque no sea rentable de un modo directo e inmediato, especialmente en lugares que cuentan con una sólida tradición, como es el caso de Barcelona y la ópera. Lo que no creo es que deba reproducirse un modo de entender la ópera, la música o el arte que se mantienen por pura inercia histórica, pero que no tienen cabida en estos momentos o en este lugar.

Creo que el incendio del Liceo es una buena ocasión para replantearse lo que habría de ser la ópera en Barcelona. No con vistas al exterior, no como elemento de prestigio o propaganda, sino para uso de los aficionados a la ópera, sean barceloneses o forasteros: como algo auténtico y no meramente representativo. El tema es complejo y polémico y no pretendo resolverlo yo solo ni en estas breves líneas. Sí me atrevo a apuntar, entre otras posibilidades, la de pensar en un teatro de ópera adecuado a los tiempos que corren y proporcionado a lo que Barcelona es; un teatro menos aparatoso, que no pretenda dejar boquiabierto a nadie, a la manera de la Bastilla, o de la ópera de Lyón, por citar algún ejemplo, sino ofrecer espectáculos teatrales y musicales que fueran eso, nada menos, pero tampoco nada más, y donde el esplendor de las escalinatas y el cortinaje cediera el paso a la calidad, el rigor, la honestidad artística y, en definitiva, el talento. No recuperar un pasado perdido, sino aprovechar la experiencia del pasado para encarar el futuro.

Sé que esta propuesta no tiene muchas probabilidades de ser tomada en consideración. Al contrario, advierto que al calor de los últimos rescoldos se hacen llamamientos que sin duda suscitarán una respuesta emocional (y encomiable) en Barcelona y fuera de ella. Tal vez sea mejor así. Pero no quería desaprovechar la ocasión de proponer esta pequeña reflexión.

es escritor, autor, entre otros libros, de La ciudad de los prodigios.

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