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ANTONIO MUÑOZ MOLINA Sin compromisos

Antonio Muñoz Molina

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Ya no hay remedio, ya está claro que vuelven los pertinaces setenta, y con ellos toda la galería de horrores de una década especializada en la producción industrial de la fealdad, lo mismo en el ámbito de la zapatería y de la decoración de interiores que en el de la novela o en la música pop. Vuelven los pantalones de pata de elefante; vuelven los zapatos de plataforma, que durante 10 años fluctuosos sepultaron la gracia de los pies de las mujeres; vuelven las películas nauseabundas del destape, programadas ahora en esa competición de zafiedad que han emprendido las televisiones públicas; vuelve Pink Floyd, que amenaza con una gira internacional de la que no se salvará España. Por volver, vuelve hasta el muerto enterrado en el Valle de los Caídos, al que acaba de dedicarle Paul Preston una ciclópea blografia anglosajona. Vuelve Franco; vuelve Carrero; vuelve, aunque no de ultratumba, Santiago Carrillo, amarillento y como amojamado en nicotina y malevolencia; vuelve la revista El Viejo Topo, cuya sintaxis y teminología nos resultaban tan comprensibles a los legos como un discurso del presidente Mao oído directamente en chino, o como una frase de Jacques Lacan traducida al español, y, para completar la marejada del revival, vuelve como un fantasma aturdido, rezagado, quejumbroso, el compromiso de los intelectuales, la añoranza de los tiempos dorados en que los escritores luchaban valientemente contra las injusticias del mundo, no como ahora, que andan o andamos todos a sueldo del Gobierno, alquilados, comprados, envilecidos por el comercio, disputándonos premios y asesorías culturales, escribiendo esas novelas que algunos críticos llaman, con particular dominio del idioma español, novelas light.Que la memoria nunca dice la verdad puede comprobarse mirando una película mala de los años setenta o rebuscando en los periódicos viejos y en las estanterías menos frecuentadas de la biblioteca testimonios de aquella edad de oro del compromiso intelectual. En las películas se ve que los varones de entonces íbamos vestidos entre de proxenetas y de teólogos de la liberación, con un punto de bailaores flamencos, por el modo en que se nos. ceñían a las ingles los pantalones de campana. En las hemerotecas, incluso en el recuerdo honrado, se descubre que en el radicalismo que tanto se echa de menos ahora había una dosis insoportable de fanatismo y de cerrazón mental, así como una impávida capacidad de desprecio hacia todo aquello que no se ajustara exactamente al canon dictado por las autoridades culturales de la izquierda. Como en el seno de la Iglesia, se pecaba tan gravemente por omisión como por acción, y tan sospechosa podía ser la lectura de Proust como la falta de asistencia a un recital de Manuel Gerena o a alguna actuación de Els Joglars. Sobre la inteligencia, o sobre el puro instinto de disfrutar y elegir, pesaba un sistema inflexible de negaciones y chantajes, según el cual, por ejemplo, la pintura sólo podía ser valiosa si era pintura abstracta,. y el teatro podía ser cualquier cosa menos teatro de autor, como se decía despectivamente entonces, y la novela había de despojarse de toda adherencia de costumbrismo o de realismo, y a ser posible también de personajes, de trama y de gramática. El compromiso intelectual era, entre otras cosas, que uno ingresaba en Benet, o en Carlos Saura o en Fernando Zóbel como si ingresara en una orden monástica o en una célula trotskista, y cualquier otra posibilidad concluía directamente en la excomunión y en el escarnio.El compromiso intelectual era llamar traidor a Jorge Edwads y gusanos a Néstor Almendros y a Guillermo Cabrera Infante, y preferir devotamente los peores libros de Julio Cortázar a los mejores de Mario Vargas Llosa, y sospechar, ya muy entrados los años ochenta, que el maravilloso saxofonista cubano Paquito de Rivera no era del todo trigo limpio porque había huido a Nueva York. El compromiso intelectual era leer a Mao como si fuese un poeta o un filósofo y no un genocida, y viajar gratis a los países del Este y disfrutar de los privilegios reservados a los turistas de lujo y a los dirigen tes sin percibir ni un solo atisbo de injusticia o de opresión, y celebrar como genialidades las megalomanías de Fidel Castro, y condenar a Josep Pla, en Cataluña, a un limbo de casi inexistencia a cuenta de ciertas vagas aventuras como espía franquista que tuvo durante la guerra, y que debieron de ser unas aventuras como de espía gandul y con boina en una guerra de Gila.

Eran, éramos, exactamente así: el rigor ideológico que añoran algunos desmemoriados era tan impresentable como nuestro vestuario, del mismo modo que los sueños de hachís alentados por los sinfonismos de Pink Floyd tenían más de abotagamiento y de modorra que de viaje al Oriente o a las praderas de Woodstock. Algunos de los más rígidos predicadores del compromiso y de la ortodoxia se volvieron más tarde conversos frenéticos a la modemidad, y acabaron forrándose gracias al saqueo cultural de los fondos públicos, y ahora celebran a Michael Nymann, a Bob Wilson y a Felipe González con el mismo entusiasmo con que celebraban entonces a Kim II Sung y a Brecht. Del horror de ahora mismo no van a curamos la ceguera inepta, la soberbia tan poco generosa de entonces.

El único compromiso que uno concibe a estas alturas es el de mantener libre el espíritu y abiertos los ojos por mucho que arrecien los setenta, el compromiso sagrado de no comprometerse nunca más con ningún tirano y con ningún catecismo.

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