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Artistas y 'chorizos'

Puede que robar carteras no sea una disciplina digna de codearse con las Bellas Artes, entre las que Quincey situó el asesinato, pero nadie puede negar su cualidad de oficio artístico cuando es ejercida por licenciados de la antigua Facultad de Monipodio. La flor de los carteristas madrileños, hábiles prestidigitadores, cantados por zarzuelas y sainetes, están en recesión, al borde de extinguirse. No hay más que echar una ojeada a los bruscos y zafios métodos de los tironeros de la Gran Vía, escenario tradicional y privilegiado de los amigos de lo ajeno, para constatar la decadencia de tales artes.El carterista de antaño ejecutaba las suertes con gesto liviano y depurada técnica, sin avasallar ni agredir a la víctima. Impecablemente vestido, cortés y dicharachero, el carterista tenía su orgullo profesional y gozaba de una posición privilegiada en su barrio, zona protegida, territorio inviolable y seguro, coto que respetaban sus colegas de oficio. El carterista, cuando florecían los negocios de su empresa invitaba puntualmente en la taberna, costeaba entierros de vecinos indigentes, ayudaba a viudas y huérfanos y repartía monedas entre la chavalería. El carterista saludaba a las damas destocando su cabeza, siempre ensombrerada, e insinuaba una mínima reverencia, cargaba con las bolsas de la compra de las amas de casa y se paraba a hablar con los ancianos. "Mi marido es carterista", decía su esposa a las vecinas del rellano, con la cabeza alta, como quien dice: "Mi marido es notario, odontólogo o policía municipal". Los carteristas estaban fichados; por limpia que fuera su ejecutoria, una carrera larga no podía estar exenta de tropiezos, y en la comisaría del barrio se conocían sus nombres, sus itinerarios y su modus operandi. Cuando la víctima denunciaba haber sido robada en la plataforma del autobús de la línea uno, el comisario sabía: "Ha sido zutano, o es cosa de mengano". Otro tema era documentar el aserto con pruebas, salvo que el carterista fuese sorprendido in fraganti, era casi imposible encontrar en su poder el cuerpo del delito; recién sustraída, la cartera iba a parar a manos de un ayudante, aprendiz o secretario que la ponía a buen recaudo. Desembarazado y libre de preocupaciones, el maestro podía redondear la faena confortando a su víctima y dándole acertados consejos sobre cómo proteger sus efectos personales en las aglomeraciones urbanas. Las carteras desvalijadas volvían al poco tiempo a sus propietarios, tras ser introducidas en un buzón de correos o depositadas en los servicios o en las papeleras de bares y cafeterías próximos.

Los buenos profesionales evitaban causar cualquier daño innecesario, era una forma más de protegerse y cuidar su reputación. Por supuesto, no todos los cofrades del gremio exhibían tan buenos modales, los más torpes suplían a punta de navaja su falta de habilidad manual, pero los sirleros, aun siendo lo más bajo y degradado del escalafón, poseían ciertos rudimentos en el manejo de la sirla. Cuando abordaban a sus víctimas solían sujetar la hoja de su peligrosa herramienta entre el índice y el pulgar de forma que sólo la punta quedase al descubierto, un simple alfilerazo bastaba para que el cliente más refractario aflojara la bolsa.

El caballo y sus achaques han puesto demasiadas navajas en manos desaprensivas, temblorosas e inexpertas. Desplazados por el intrusismo profesional, escandalizados por los métodos, o más bien por la falta de métodos de estos aficionados, son muchos los artistas veteranos que han adelantado su retiro, y, sin apercibirse de la paradoja, claman contra la inseguridad ciudadana y reclaman mano dura con los intrusos. "Lo que más me jode", se queja un carterista retirado, "es que nos comparen con esos delincuentes".

Individualistas y autónomos, los carteristas madrileños viven también el ocaso de las profesiones liberales y de las pequeñas empresas familiares. Ahora priva la delincuencia organizada de las bandas y de las mafias multinacionales y en las carteras hay más tarjetas de crédito que billetes de banco. Sería cosa de reciclarse, de hacer la reconversión, pero ya es demasiado tarde para ponerse a estudiar informática.

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