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La guerra no ha terminado

Es el fin de una quimera, de un experimento sin precedentes. Una revolución (la sandinista) que ganó una guerra (a la dictadura de Somoza) y empató otra (con la contra) jugó su suerte en las urnas, el 25 de febrero de 1990, y perdió. Exactamente dos meses más tarde, un líder populista con vaqueros y camisa roja (Daniel Ortega) entregaba la banda presidencial a una dama de blanco y con muletas de la alta burguesía (Violeta Chamorro), viuda de héroe y cabeza de una heterogénea coalición conservadora (la Unión Nacional Opositora).La noche del 25 de abril, el Country Club de Managua recuperó su vieja condición de lugar de cita de la aristocracia política y económica, perdida durante el régimen sandinista. Los trajes de noche olían aún a naftalina, las joyas de las señoras parecían surgidas de debajo de las baldosas (o de las cajas fuertes de Miami) y las bandejas de canapés de pavo y paté hacían olvidar las penurias de la grave crisis. En el bosque de corbatas y sedas, destacaba el uniforme verde oliva, con cuatro estrellas en la bocamanga, de Humberto Ortega, jefe del Ejército y hermano de Daniel.

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Humberto Ortega sonreía. Tenía motivos. La llegada al poder de Chamorro no significaba su derrota total ni la de su causa. Doña Violeta y los sandinistas habían negociado, en contra del parecer de los líderes de la UNO, comenzando por el que había de ser vicepresidente, Virgilio Godoy, una transición ordenada que, a la postre, suponía un reparto del poder que incluía la conservación de algunos de los más importantes logros de la revolución. El propio Humberto era el principal símbolo del compromiso: seguía al frente del Ejército, que conservaba su apellido: Popular Sandinista.

Eran ya tiempos de cambio en el mundo, de caída de muros e ideología, de fin de numantinismos. Chamorro y Antonio Lacayo, su yerno, ministro de la presidencia y eminencia gris del nuevo régimen, pactaron con los hermanos Ortega una cohabitación a costa de las fuerzas derechistas que habían logrado en las urnas la derrota del sandinismo.

Godoy (precedente inmediato de lo que había de ser Alexandr Rutskói en Rusia) rompió con Violeta Chamorro y su corte. Otro tanto hicieron Alfredo César, a quien sus enemigos llaman Doce Puñales, un antiguo presidente del Parlamento que ni siquiera pudo lograr ser elegido nuevamente para este cargo. Hoy, ambos son moneda de cambio de un comando sandinista. La UNO, de hecho, se rompió en 1990 y su parte más nutrida se convirtió en el centro de la oposición política al nuevo régimen y no, como habría sido lógico, en el corazón de éste.

En los tres años transcurridos desde entonces, Nicaragua ha vivido la ilusión de la paz. El Ejército se ha reducido drásticamente, los contras han entregado la mayor parte de sus armas, la economía se ha liberalizado, la hiperinflación se ha contenido. Pero en las filas del descontento están ex combatientes de ambos bandos que reclaman lo que se les prometió (tierra y trabajo), y antiguos propietarios que en muchas ocasiones no han podido recuperar las tierras, casas y explotaciones expropiadas por la revolución. Estados Unidos ha reaccionado con cicatería a las peticiones de asistencia económica (reticente por la permanencia de Humberto Ortega al frente del Ejército) y los líderes derechistas han continuado rumiando su frustración y buscando la forma de tomarse la revancha.

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Es una mezcla explosiva, cuyo primer grave estallido se produjo en Estelí el pasado julio, con la ocupación de la ciudad por una heterogénea mezcla de ex combatientes. Se reprodujeron allí, al elevado precio de casi 50 vidas, las escenas de lucha callejera de los setenta. ¿Incidente aislado? Las dos tomas de rehenes de esta semana demuestran que fue algo más.

En juego está la supervivencia de la fórmula de cohabitación con la que tan satisfechos estaban Chamorro, Lacayo y los hermanos Ortega. Un grupo secuestrador, antisandinista, exige la dimisión del ministro de la presidencia y el jefe del Ejército. El otro, sandinista, pide que los primeros suelten a sus rehenes. La presidenta y su predecesor, Daniel Ortega, exigen la liberación simultánea. El cardenal Obando y Bravo, pieza clave de la transición, es llamado nuevamente a mediar. Si éste no es el escenario del fin de una era, bien podría ser la prueba de que la guerra, a pesar de todo, no terminó cuando los nicaragüenses votaron el 25 de febrero de 1990.

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