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Balmoral, un rito escocés

En la calle de Serrano y sus entornos, los salones de té y las cafeterías donde merendaban a media tarde las matronas del barrio de Salamanca también han desaparecido para dejar paso a las boutiques y a los centros de moda. Los bares y las cervecerías donde tomaban el aperitivo sus maridos y sus cachorros se han replegado hacia las calles de segundo orden, en la trastienda de Goya y de Serrano.Testigo imperturbable de todos los cambios, Balmoral despliega su discreto toldo en forma de dosel sobre la acera de Hermosilla desde 1955, cuando Jacinto San Feliú, barman del hotel Palace y maestro del arte combinatorio, decidió trasladar sus trabajos alquímicos al otro lado de la ciudad, migración en la que fue seguido por sus más fieles discípulos. Ángel Jiménez, continuador del rito y discípulo predilecto, recientemente jubilado de la barra del Balmoral, sigue acudiendo al bar para charlar con los viejos clientes y velar por la integridad de sus costumbres etílicas como ha venido haciendo desde que la discreta y rústica puerta del local se abrió.

Balmoral adopta en su interior hechuras de refugio de caza escocés; no falta la chimenea de leños simulados, tan falsos y tan bien hallados como el resto de la decoración de este imposible enclave rural y cinegético, británico y flemático, instalado en el cogollo de Serrano. Pero los veteranos clientes de la hora del aperitivo contribuyen a dar verosimilitud al decorado, hasta el extremo de que un observador no cualificado no dudaría en atribuirles la autoría de todos y cada uno de los numerosos trofeos de caza y de pesca que cuelgan los muros.

A la hora del aperitivo, Balmoral es la clase de sitio donde el que entra por primera vez se siente como un intruso que perturbase la intimidad ajena, y experimenta la tentación de pedir excusas a los atildados y canosos patriarcas sentados en sus butacas de privilegio, junto al hogar Ficticio. Pero todo cohibimiento desaparece al conjuro de los brebajes de la casa, de una casa que se distingue por la honestidad de sus productos y la sabia dosificación de sus preparados.

Joven clientela

lLa casa ofrece a los profanos de la coctelería una minuciosa guía redactada por Ángel Jiniénez, compendio de creatividad. y de respeto a los clásicos, de la quintaesencia del dry-martini al ecológico kiwana, de frutas, sin alcohol. No faltan dos mezclas que llevan con orgullo el nombre del establecimiento, el Balmoral I, ginebra, martini blanco dulce, chartreuse amarillo, piel (le naranja y guindas sobre hielo, y el Balmoral II, con fino de Jerez, drambuie y angostura.

Angel Jiménez no oculta su satisfacción ante la joven cliente la que frecuenta los horarios vespertinos y nocturnos de Balmoral. Son jóvenes, explica el experimentado barman, que han huido del acero inoxidable, de la música estridente y del cubalibre, una combinación que respeta, pero que ha tapado mucho tiempo el rico, complejo y euforizante panorama de la coctelería. No le falta a Balmoral su lista de clientes distinguidos, políticos, toreros y escritores. En este lugar bebieron y se solazaron el reincidente Hemingway, el ubicuo César González Ruano, Francisco de Cossío y Víctor Ruiz Iriarte, Antonio Bienvenida, Pepe Luis Vázquez y olvidables próceres del antiguo régimen, más abiertos al diálogo, más tolerantes aquí que en el desempeño de sus funciones públicas.

Balmoral estuvo a punto de cerrar hace unos años, engullido por la avalancha de centros de moda y de las tiendas de diseño, pero fue salvado in extremis por un cliente sentimental y con posibles, Alfonso Fierro, que dejó las cosas como estaban, como están, para goce y disfrute de los clientes habituales, a los que año tras año se han ido sumando nuevos adeptos, gente más informal, de atuendo y de actitud, pero respetuosa con los protocolos etílicos y cívicos del establecimiento.

Balmoral sigue siendo el castillo de Ángel Jiménez, guía imprescindible e ilustrado, conocedor de todos los secretos del buen beber y del saber vivir, ameno narrador de anécdotas entrañables, como la del cliente dipsómano que entraba siempre precedido por su perro, al que a continuación amonestaba, pública y ladinamente, por su hipotética afición a los bares; un perro fiel y solidario que acababa indefectiblemente ladrando y tironeando de los bajos del pantalón de su amo para sacarle del local cuando su infalible y acostumbrado olfato detectaba que se había pasado de copas.

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