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Oleoducto sobre ruedas

La carretera que une Ammán con Bagdad es hoy la única vía para exportar el crudo iraquí

Ramón Lobo

ENVIADO ESPECIAL El único oleoducto que le queda a Sadam Husein es una carretera: la que une Ammán con Bagdad. Cientos de camiones amarillos, rojos o verdes, viejos o destartalados, recorren cada día casi 900 kilómetros con el único objetivo de llenar sus cisternas con el petróleo prohibido. Aunque las resoluciones de la ONU permiten a Jordania, por su extrema dependencia energética, importar 50.000 barriles diarios de crudo iraquí, nadie lleva la cuenta. La frontera jordano-iraquí y la de Irak con Turquía son, según EE UU, los puntos en los que se viola el embargo, lo que niegan Ammán y Ankara. La sugerencia de Estados Unidos de desplegar observadores de la ONU en la frontera jordana no tiene el apoyo del rey Hussein.

Doce trabajadores jordanos parecen los responsables de controlar el contenido de los camiones que cruzan a Irak por la carretera Ammán-Bagdad. De los 12, uno dirige; seis parecen contentarse con mirar; y los otros cinco, callados y sudorosos, hacen el trabajo de todos, afanándose en empujar unas cajas de cartón en el interior de un gigantesco remolque. La operación se hace simultáneamente, con los mismos protagonistas y el mismo reparto, en otros tres camiones. Muy cerca, aparcados mientras sus conductores realizan el papeleo, quedan no menos de 30 vehículos, cada cual más grande.La carretera, que recorre en línea recta casi 900 kilómetros de desiertos ocres y negros, es un escaparate de ingenio local: los camiones-cisterna clásicos han sido acondicionados para poder transportar más carga, convirtiéndose en monstruos de hierro en los que la tripa sobresale un metro y medio por encima del tejadillo del conductor. Este sistema también funciona para el transporte de mercancías. Se pueden ver camiones de gasolina manchados de alquitrán húmedo; contenedores oxidados que pierden líquido por las junturas y camiones vacíos que siempre van a alguna parte.

Una 'autopista' aceptable

La autopista, como la denominan algunos, es, en el lado jordano, una carretera aceptable en la que no debió quedar dinero para pintar las señales en el piso y para colocar el guardarraíl en los lados. Hasta llegar a Azrar, el primer pueblo grande, no hay gasolineras ni ríos a la vista. En Safawi, a 185 kilómetros de la frontera, los camiones se arremolinan en las cercanías de dos comederos. "Llevan petróleo desde Bagdad hasta Ammán", dice Alí, un taxista iraquí especialista en el recorrido. Preguntado por la actitud de los policías jordanos, responde maliciosamente: "No problem".

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Hasta la frontera de Irak hay cuatro controles policiales fijos. El penúltimo, en Al Rowasid, parece el más importante: tiene tres soldados, pero sólo uno se incorpora para ver la cara de los pasajeros. A sus espaldas, mientras, pasan sin parar los camiones-cisterna.

La frontera, en el lado jordano, es sucia y parece a medio hacer. Está repleta de policías que discuten, comen o fuman, sin atender a los coches que esperan con paciencia beduina. No parece el lugar más apropiado para quebrantar de forma organizada y premeditada la ley intemacional. Mientras los automóviles esperan algún turno, los cisternas pasan por otra entrada, la de las personas importantes. Allí les espera un policía diligente que no fuma y no discute: sólo trabaja.

Al otro lado de la frontera, separado por un kilómetro de tierra de nadie, está Irak. Hay un cartel que dice: "WeIcome to Irak" y un retrato de Sadam con la túnica árabe. Ambos están colgados de unos arcos blancos y puntiagudos, que parecen las puertas de lo prohibido. Los trámites aduaneros son tan perezosos como mil metros atrás. Nadie parece tener prisa, ni siquiera el cajero del banco estatal, que murmulla sus oraciones agachado en dirección a La Meca.

Los camiones, superado el trámite, prosiguen sin sobresaltos su recorrido. El único oleoducto de Sadam no descansa.

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