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Perplejidades de fin de siglo

En estas singulares postrimerías del siglo XX, el mundo va incorporando graves mutaciones a un ritmo tan vertiginoso que siquiera nos deja tiempo para asumir nuestras perplejidades. La convulsión no perdona ni a los puntos cardinales: el Este ya no es Este, sino Oeste-bis. En Europa, la atávica partición entre OTAN y Pacto de Varsovia, ahora es entre OTAN y olla de grillos. La antigua coherencia se vuelve coherencia: del apartheid, claro. Las grandes naciones de Occidente lo heredan de Suráfrica y dan la puntilla con un toque ecuménico: ya no sólo afecta a negros, como en Soweto y otras zonas de la vergüenza, sino también a magrebíes, turcos, paquistaníes, sudacas, albaneses. La nueva Europa, pues, a diferencia del lejano modelo, no sólo discrimina por el color de la piel, sino también por el color del alma.Pese a que los mass media intentan convencernos de que la "limpieza étnica" sólo ocurre en Bosnia, lo cierto es que en el resto de Europa proliferan los políticos emergentes que tanto sirven para un barrido ideológico como para un fregado racial, y hasta un conspicuo representante de la France éternelle como Giscard d'Estaing exige que los nuevos ciudadanos acrediten fehacientemente la pureza de su sangre. La Alemania reunificada empieza a justificar los "malos presagios" de Günter Grass, con un inquietante padrón de 60.000 neonazis, apenas diferenciados del Urnazismus gracias a su desmelenada calvicie y a sus atavíos de cueros claveteados.

Frente a un mundo en pleno reajuste, la Iglesia, cuya capacidad de aclimatación es proverbial, decidió actualizarse. Ya en 1991, el Vatican Latin Dictionary, que periódicamente se edita en el Vaticano, había incorporado nuevas acepciones, como las concernientes a máquina tragaperras ("sphaeriludium electricum nomismale actum"), discoteca ("orbium phonographicorum theca") cover girl ("exterioris pagine puella") o lavadora de vajilla ("escariorum lavator"). Ahora, sin embargo, los últimos cambios, crisis y vaivenes quizá la hayan hecho pensar, parafraseando el viejo adagio, que a río revuelto ganancia de pecadores. Y decidió, para no salirse del refranero, curarse en salud. De ahí la urgente elaboración de un nuevo catecismo, cuyo proyecto de texto se ha filtrado a la prensa internacional, generando nuevas perplejidades.

Al parecer, la renovada catequesis será menos severa en temas como la masturbación, las "guerras justas", la homosexualidad y la pena de muerte. En cambio, serán punibles la abstención en las elecciones (¿habrá por fin elecciones en el Vaticano?), la lectura del horóscopo y otros peccata minuta. En Madrid, el vicario general castrense, uno de los siete coautores del nuevo catecismo, se apresuró a aclarar que la lectura del horóscopo será pecado en Brasil, pero no en España. ¡Vaya ecumenismo! Es probable que una hermenéutica tan flexible dé lugar a imprevisibles matices; por ejemplo, que la pena de muerte sea pecado en Cuba, pero no en Arabia Saudí, o que la guerra sea "justa" en el Golfo, Pero no en Yugoslavia. Lo de la pena de muerte tiene sus bemoles, ya que causa cierto estupor que, tras la denuncia implacable del aborto que formula siempre el Papa, inmediatamente después de besar el suelo de que se trate, ahora el nuevo catecismo sea comprensivo y hasta tolerante con la pena de muerte. No faltará algún malicioso que interprete que al Santo Padre le interesen más los nonatos que los ya nacidos.

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Otro motivo de perplejidad es la moda del perdón. Los jóvenes neonazis abuchearon en Alemania a la reina de Inglaterra porque no les pidió perdón por los bombardeos de Dresde; en China, el 90% de la población pretendía que el emperador Akihito pidiera perdón por los desmanes cometidos por las tropas japonesas durante la ocupación de hace más de medio siglo. Tanto en uno como en otro caso, los reclamantes no, consiguieron su objetivo. La Iglesia, más avisada pero más lenta, demoró 500 años en pedir perdón (con circunloquios, pero lo pidió) a los indios de América por los atropellos cometidos en nombre de la cruz. Nunca debe perderse la esperanza, pues. Quizá dentro de otros 500 algún Papa no polaco pida perdón a las víctimas de la vieja Inquisición, o a los teólogos de la liberación, víctimas de la nueva.

Hace, algunas semanas, cuando se reunieron en Lyón varios sobrevivientes de la represión nazi que se ejerció en esa ciudad durante la Segunda Guerra Mundial, una mujer francesa, que entonces fue torturada, se pronunció serenamente contra el olvido. Sin embargo, la altiva Europa de Maastricht no quiere recordar. Teme que el siniestro pasado pueda dañar su imagen, y no advierte que, si olvida esa dura enseñanza de la historia, un futuro aún más temible puede aniquilarla. El sociólogo francés Michel Albert sostiene que el viejo continente vive en la euroesclerosis, pero se le olvidó mencionar la euroxenofobia y la euroamnesia.

Encerrada en su autocomplacencia y en la insolidaridad, orgullosa de su náusea hacia el Tercer Mundo, Europa pone cerrojo en sus fronteras, sin advertir que dentro de ella, encerrados con ella, en un huis clos continental, permanecen los fantasmas del nazismo, los mismos que hace casi medio siglo estuvieron a punto de destruirla. El aislamiento no es bueno para nadie, y menos lo será para un continente que asiste a la explosión de los nacionalismos y corre serio riesgo de fragmentación y despedazamiento, cuyo modelo sangrante es Yugoslavia. Recluida en sí misma, inmovilizada por su desconfianza, Europa, que fue regidora del mundo, se quedará sin el mundo. A solas con su dinero, con su OTAN y con su orgullo.

¿A quién puede conformar ese aislamiento? Europa significa demasiado para la historia de la humanidad como para que los otros pueblos se regocijen con ese autobloqueo, esa impenetrabilidad. La violencia del dinero es tan peligrosa como la Violencia de la miseria. Aunque en oídos europeos esto suene a descartable utopía, sólo el Tercer Mundo (a pesar de sus pobrezas, su deterioro ecológico, su deuda externa, sus enclaves del hambre, sus franjas de analfabetismo) puede salvar a Europa de su soledad. No invadiéndola, claro, ni dándole riquezas que no necesita, ni intentando influir (vana tarea si la hay) en su desarrollo comunitario. El Tercer Mundo puede salvar a Europa del consumismo salvaje, del fundamentalismo del dinero, de la mezquina insolidaridad, de la frivolidad del no compromiso, si golpea insistentemente en sus muros hasta romper su aislamiento y restablecer la comunicación entre lo mejor de sus pueblos y lo mejor de los nuestros. No importa que los gobernantes sigan en sus compartimientos estancos, estudiando maastrichtología y subsidiaridad. La gente de aquí y de allá debemos hallar (o en su defecto abrir) vías de relación generosa, aunque sea al margen y a pesar de los abusivos decidores. Quizá entonces comprenda Europa que no necesita ser más Europa, sino más mundo.

"Patria es humanidad", dijo José Martí, y el Tercer Mundo no quiere desconectarse de la porción europea de esa patria conjunta. Y no teman. Dejaremos en casa las manos de mendigo y tenderemos las que transmiten confianza. Con esa extraña solidaridad que a veces el débil puede brindar al fuerte.

es escritor uruguayo.

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