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Dos buenas noticias

Pendiente de las dos únicas buenas noticias que la humanidad nos procura hoy, el mundo entero ha empezado por saludar la firma de los acuerdos de París sobre Camboya, después de 20 años de guerras atroces, marcados fundamentalmente por el genocidio del pueblo jemer. Ha habido que reprimir la náusea que debería producirnos saber que los autores de ese genocidio, los aliados de Pol Pot, están entre los firmantes de estos acuerdos. Por otra parte, el mundo ha saludado el hecho, en efecto importante, de que el 30 de octubre haya comenzado en Madrid, bajo los auspicios de Estados Unidos y la Unión Soviética, una conferencia árabe-israelí sobre la paz en Oriente Próximo. Con esto ya puede alentarse el sentimiento o la ilusión de que las promesas de un nuevo orden internacional, formuladas para justificar la guerra del Golfo, empiezan a cumplirse.La puesta en práctica de los acuerdos sobre Camboya va a plantear mil problemas, unos más difíciles que otros, pero por fin se han firmado y son portadores de una esperanza de paz para toda la región del sureste asiático, una esperanza de cooperación entre los grandes vecinos, China, Japón y la Unión Soviética. Por lo que respecta a la Conferencia de Madrid, después de haber admirado la verdadera hazaña de la diplomacia norteamericana -hazaña que señala, una vez más, que vivimos en un mundo unipolar bajo la hegemonía, esta vez bienhechora, de Washington-, todo el mundo se pregunta de qué manera podría salir de esta conferencia un reglamento definitivo, al menos en un futuro previsible.

Todo lo que concierne a los asuntos de Oriente Próximo está dotado de una carga pasional y mitológica tan grande, el condicionamiento psicológico de la opinión pública por parte de los grupos de presión de los diferentes partidos es tan fuerte, que conviene refugiarse tras una implacable serenidad y desconfiar de todas las presiones, para llegar a ver algo con claridad.

Me parece que la mejor manera de no dejarse engañar por nadie es preguntar, en primer lugar, por qué esta conferencia, que hubiera sido impensable hace dos años, ha podido celebrarse ahora. El hecho más importante, y que rara vez se señala, es que desde su punto de vista -el del Likud, el partido de Shamir-, los israelíes no tenían ningún interés en tratar con todos los árabes a la vez. De hecho, han rechazado una y otra vez la primera iniciativa para la celebración de una conferencia que les fue propuesta conjuntamente por franceses y soviéticos. Shamir nunca le ha perdonado a François Mitterrand esta iniciativa, más aún teniendo en cuenta que fue reiterada durante la guerra del Golfo y que entonces parecía estar al servicio de los designios de Sadam Husein y Yasir Arafat. El Gobierno israelí hubiera preferido llegar a una paz por separado con los sirios, como ya habían hecho con los egipcios a través de la mediación de Jimmy Carter con los acuerdos de Camp David. Recordemos las declaraciones entusiastas y sorprendentes de Shamir cuando, hace seis meses, afirmó que el presidente sirio, Hafez el Asad, había recorrido el mismo camino que el egipcio Anuar el Sadat con ocasión de Camp David.

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De hecho, cabe la duda de que si la derecha israelí no se hubiera pronunciado inmediatamente contra la restitución del Golán sirio, actualmente ocupado por Israel, se podría haber llegado a una paz por separado poco después de que acabase la guerra del Golfo. En cualquier caso, en la época en que Shamir se dirigía de esta manera al presidente sirio, confiaba en el deseo de paz de este último, contrariamente a los rumores promovidos por los incondicionales del Likud, según los cuales Israel sigue rodeado por países árabes que no han desechado la idea de destruirlo. Puede pensarse que para el Gobierno israelí -aunque no para la opinión pública israelí, que, por su parte, desearía vivir por fin en un Estado no asediado la paz no es el objetivo más urgente, a pesar de que, en definitiva, siga siendo el sueño de todos. ¿Por qué? Porque desde que Irak se vino abajo, Israel ha vuelto a convertirse en la única gran potencia militar de la región. Porque la Intifada, que convierte a los que salen de los campos de concentración en ocupantes opresivos, y les hace tener mala conciencia, esa Intifada ya no constituye la amenaza que constituía antes de la guerra del Golfo.

Y sobre todo, porque lo que más cuenta para Shamir es no pasar a la historia del pueblo judío, en Israel y en otros lugares, como el hombre que dejó en manos de los árabes los territorios ocupados que, bajo los nombres de Judea y Sarnaria, fueron la auténtica cuna del judaísmo bíblico. Se les propone a los israelíes cambiar paz por territorios. Ellos consideran que tienen la fuerza y los territorios. O al menos se sienten tentados a verlo así, con más motivo porque no hay ni un solo Estado en el mundo que no reconozca a Israel de hecho, y apenas si hay dos o tres que no lo reconozcan de derecho. Entonces, ¿por qué han aceptado los israelíes asistir a la Conferencia de Madrid? Simplemente, porque no les quedaba más remedio. No podían correr el riesgo de oponerse a un proyecto con el que George Bush se había comprometido personal y solemnemente en varias ocasiones. La ausencia de Israel en la Conferencia de Madrid habría provocado una crisis no sólo entre Washington y Jerusalén, sino también una crisis interna en Estados Unidos.

Los observadores se preguntan a menudo por qué el Gobierno de Shamir consigue movilizar a su favor a la mayor parte de la opinión pública. Hay que tener presente que, desde su nacimiento, Israel ha sido rechazado por sus vecinos, se ha considerado "condenado a la agresión" o a las guerras preventivas, ha sido víctima de un bloqueo y ha conservado siempre esa mentalidad del asediado que no puede contar más que consigo mismo. Para ganarse a quien tiene esa mentalidad, hacen falta golpes de efecto y gestos teatrales extraordinarios, como ocurrió con ocasión del viaje de Anuar el Sadat a Jerusalén y el inspirado discurso que éste pronunció en la Kneset (Parlamento israelí). Cuando se le pregunta a un intelectual liberal de Tel Aviv, responde que todavía no se le ocurre nadie que pueda suceder a Anuar el Sadat. Declara haber quedado traumatizado por los Scuds, esos misiles que hicieron patente la extrema vulnerabilidad de Israel. Dice que todavía retumban en sus oídos los gritos de alegría de los palestinos cuando los Scuds caían sobre la población civil. Dice que no se fía. Inmediatamente, añade que no pueden quedarse con los territorios. En resumen, se siente dividido. De esta manera, la opinión israelí está formada para acoger de buen grado el radicalismo de los partidarios de Shamir, aunque haya una parte de esa opinión que esté dispuesta a desprenderse de unos territorios cuya ocupación contra la voluntad de los palestinos constituye una terrible amenaza para su identidad y para sus principios.

Lo menos que puede decirse es que el Likud no ha hecho nada para que la población israelí esté preparada en el caso de que haya que hacer concesiones territoriales. Se encuentra en la misma situación que los Gobiernos franceses durante la guerra de Argelia, que habían prometido a los árabes y al Ejército que Argelia seguiría siendo francesa. Cuando llegó el día de la inevitable negociación, se sucedieron las crisis ministeriales, hubo dos golpes y los franceses empezaron a disparar contra los franceses. Mendés France profetizaba con pesar que la paz entre Israel y los palestinos (no los árabes, sino los palestinos) tendría que pasar por una guerra entre los palestinos, lo cual ya ha ocurrido, pero también entre los israelíes.

Si, según ellos, los líderes israelíes no tienen nada que ganar en esta Conferencia de Madrid, los palestinos, por su parte, no tienen nada que perder. No tienen ningún territorio que devolver; se amparan en las disposiciones jurídicas de la ONU que dicen aceptar con todas sus cláusulas; proclaman que su carta (que pretendía recuperar toda Palestina) estaba caduca; prácticamente han reconocido a Israel. No quieren volver a cometer el mismo error que cometieron en Camp David, donde su ausencia contribuyó a que Israel y Egipto acordaran la paz por separado. Sin duda, los hay extremistas, revolucionarios o integristas, y los responsables ponen su vida en peligro, porque dentro de la resistencia palestina se liquida a los moderados con mucha facilidad; los representantes de la OP en París, Bruselas y Roma fueron asesinados sin que nadie se indignara mucho por ello. Pero la obsesión de Arafat no es recuperar inmediatamente los territorios, sino impedir que Siria, cada vez más próxima y fiel a, EE UU, llegue a un acuerdo directamente con Israel.

¿Qué puede anticiparse para compensar este pesimismo? James Baker cuenta con una dinámica del encuentro. Después de una gran desbandada, después de una o varias rupturas, si todos los Estados árabes acaban aceptando todas las garantías que se les exigen (sobre todo por parte de Estados Unidos) para asegurar una paz sólida y duradera, no es del todo imposible que la delegación israelí se vuelva hacia su opinión pública para que ésta juzgue si es oportuno hacer concesiones a largo plazo sobre la autonomía de los territorios ocupados y permitir la neutralidad militar de esos territorios cuando, dentro de cinco años o más, hayan accedido a alguna forma de independencia. Entonces la pelota estará en el campo de los palestinos. Pero ésta es una región en la que los símbolos tienen una importancia considerable. Es un país de milagros. Allí, para ganarse la confianza hacen falta gestos y alardes. Las opiniones son cambiantes. No sé cuál sería el equivalente al gesto de Sadat. Mendès France, quién sino él, le había propuesto al líder de la OLP que se entregara a los israelíes, y que se dirigiera a la opinión pública desde la cárcel en. la que lo hubieran encerrado. En Occidente, esto nos hace sonreír. Pero Arafat no sonrió. Aunque al final no siguió el consejo.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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