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Visión del 'día después

Estaba en su centro, morada y delicias, en las entrañas de un mundo palpitante de vida, solicitado a un tiempo por voces, olores, gestos, contactos, sabor de broquetas y cuencos de harira, consciente de la unicidad y diversidad de cada una de sus partículas, de su igualdad radical con la masa proteica de cuerpos objeto de su imantación, misericordia o deseo, comunidad de destino asumida en la desnudez del nacimiento y tránsito, racimos humanos de inasible belleza y fulgor súbitamente extinto.¿Eran su vejez o cansancio los que le habían apartado poco a poco del territorio aguijador de la halca.? ¿La sensación melancólica de haber agotado en lo escrito su lozanía original y diáfana? Lo cierto es que un día abandonó el pastoreo de los corros, su instintivo y feraz nomadismo para apostarse en la esquina de un café y observar desde allí el espectáculo. Necesidad de imponer una distancia entre sí y los demás o imponerse una distancia con respecto a sí mismo? ¿Certeza brusca de su precariedad, de la inexorable consunción de cuánto, próximo aún, pero ya inalcanzable tristemente percibía? Simple escrutador en cualquier caso del fugaz torbellino de viandantes que discurría entre los tenderetes, sombrajos, cocinas portátiles, alfombrillas de plástico con toda la gama de su proliferante, heteróclita mercancía. El ámbito cuya llama le había ilustrado en tiempos de plenitud y dicha, ¿estaba condenado también a desaparecer? El fecundo teatro de luces y sombras, comedias y dramas cotidianos que alimentaba su vida y voracidad creadora, ¿sería despiadadamente barrido?

Y dio un paso más: se recogió a su casa adyacente a la Plaza y, acomodado en el descubridero de la azotea, se contentaba con atesorar, con mirada avara, estampas del gentío, vida todavía y no aniquilación, ifná o fina, apuntando con los prismáticos al cráneo robusto y perfectamente rasurado de Saruh, al anillo que envolvía a Gherkaui y sus palomas amaestradas, sombras y más sombras de nubecillas errátiles, impelidas y dispersas por una leve brisa en torno al fantasma de los últimos juglares, niños saltimbanquis, médicos dotados de ciencia infusa, recitadores de ensalmos, adivinas, cuentistas, encantadores de sierpes, risueños bailarines gnauas. Un hilo muy tenue le unía todavía a aquel universo de espectros directamente amenazado por un rodillo compresor cuyo retumbo cubría de modo paulatino la mareta de voces e incluso la llamada a la oración de los almuédanos desde los alminares de las mezquitas que circuían la Plaza.

Fue entonces, la tarde de un 18 de enero, cuando frioleramente arropado contra el cierzo de las nítidas cordilleras nevadas, divisó en su perímetro nudo, desierto, la llegada de las primeras carretas de cadáveres. Venían sin bestias ni arrieros desde Bab Fteuh y Semmarín, Riad Ez-Zitún y Mohamed el Jamís con simultaneidad impecablemente sincronizada, como movidas por control remoto o impulsadas por fuerza sobrenatural. Empezó a contarlas, primero por unidades, luego por docenas mientras convergían al centro y vaciaban sus cargas, pilas ingentes de cuerpos dislocados o yertos, de boca entreabierta como para emitir un último grito y Ojos desorbitados por el espanto. Ninguna alma piadosa se había encargado de lavarlos y envolverlos en sudarios, cerrar sus párpados, obturar los oídos y fosas nasales con algodón, sujetar los pies y mandíbulas con un cordel, cruzar decorosamente sus manos sobre el pecho ni inclinarlos a la derecha conforme a los preceptos sagrados. Poco a poco, el espacio de la halca y regateo de feriantes se había convertido, como en la leyenda bautismal del lugar, en una asamblea de cadáveres cuyo número se acrecentaba con la regularidad puntual y mecánica del trabajo en cadena de una gran fábrica. Los prismáticos enmarcaban brevemente una cruda sucesión de imágenes de cuerpos maniatados, balazos en la nuca, pechos acribillados de metralla, bayonetazos asestados de espalda, semblantes inmovilizados por gases tóxicos en muecas de indecible dolor. Sólo entonces había advertido las primeras ondas aún sosegadas de la inundación. Una marea de sangre, como desbordada de un gran estanque o presa, avanzaba con lentitud desde las calles cercanas al Banco del Magreb y edificio de Correos, se extendía y enrojecía mansamente el suelo entre las pirámides humanas apiladas por la afluencia continua de las carretas. ¿Quién lograría, aún con palabras sueltas / hablar de tanta sangre y, tanta herida / aunque diese al discurso muchas vueltas? Murmuró. ¡El flujo aumentaba visiblemente de nivel, cubría el aparcamiento de coches y terraza del Glacier, alcanzaba a cada instante cotas más altas! De qué inmenso caudal de venas y arterias procedía? De los desheredados de Ben Suda?, manifestantes ametrallados en las calles de Orán?, humillados y ofendidos de los barrios populares cairotas?, martirizados de Sabrá y Chatila?, madres sorprendidas de compras por los feroces bombardeos de Beirut?, adolescentes lanzapiedras de Kafr Malik?, aldeanos exterminados de Halabya?, niños apriscados en el infierno de El Chatti? ¿O eran simplemente los lechos del Tigris y Éufrates, con su aluvión de sangre y cadáveres, los que impetuosamente se vertían en la Medina de los Siete Hombres Santos y anegaban jardines, mercados, avenidas y calles? Miró a la Kutubia y descubrió que en el asta de la bandera izada durante la plegarla ondeaba una camisa chamuscada y embebida de sangre. ¿Qué ángel colérico o mensajero de muerte podía haberla plantado allí? Apostado en su atalaya frágil, percibía sin necesidad de los gemelos el auge amenazador de la crecida mientras inundaba los bazares fronteros y arramblaba con sus enseres y mercancías. ¿Sumergía ya los bajos del Hotel de France, doblaba irrefrenable la esquina en dirección a Riad Ez-Zitún? Escuchó el rumor de la inundación encauzada por la angostura del pasaje y la vio teñir de rojo la entrada del cine Edén, atropellarse como una confusa boyada por el laberinto de callejas que conducía a su casa. Su fragor, similar al de las aguas desbocadas en las compuertas de una presa, ascendía conminatorio y brutal por entre los muros de las viviendas. ¿Se había vaciado de súbito la ciudad de todos sus habitantes? ¿Nadie, fuera de él, se percataba de aquella riada sangrienta? Aparejó el oído a la escucha de gritos y llanto, acechó en vano alguna lábil señal de vida. ¡El grueso de la avenida había irrumpido en el zaguán, se volcaba en el patio, cubría los tiestos de flores y la fuentecilla! ¡Rápido, pronto, Abdelhadi, Latifa, Abdelhak, coged balletas y cubos, formad un dique de contención, impedid que esa sangre suba las escaleras. ¿No veis que va a entrar en la biblioteca y empapar los libros? ¡Salvad al menos mis borradores y notas de trabajo, los poemas sufíes, los volúmenes de Dante e lbn Árabi, el Libro de la escala, las propuestas conciliares de Juan de Segovia! ¡No permitáis que cubra y borre la expresión de la inteligencia y misericordia humanas, que las palabras sustanciales sean abolidas!

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,Hablaba a solas? ¿Algún ánima medrosa le escuchaba? Pero todo era rojo ya y del cielo bermejo y su hostil coalición de nubes cárdenas llovía asimismo un denso turbión de sangre, cuyas gotas reventaban como frutas maduras sobre los signos precarios trazados por él mismo, las páginas manuscritas dispersas de su obra inconclusa y para siempre anegada. Sólo tuvo tiempo de abrir el ejemplar de un poemario que tenía mano y leer Pisa la tierra con suavidad, pronto será tu tumba antes de sumirse en la vorágine del remolino hacia la plétora, los muertos y el ángel exterminador de la Plaza.

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