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Rodríguez-Acosta

Zumaya, 1924, es el recuerdo más lejano que tengo, a mis ocho años, del pintor granadino José María Rodríguez-Acosta. Eran tiempos aquellos en que el País Vasco tenía la virtud de ser una de las regiones más agradables y prósperas de España (no necesito añadir que estoy seguro de que pronto recuperará situación tan privilegiada), y Zumaya, uno de sus rincones con mayor encanto. Puerto de pesca y de pequeño cabotaje, con industria importante, aún equilibrada por una vida rural en los caseríos de las tierras en torno, dedicadas al maíz, al pastoreo, a la manzana y a otros varios frutos del suelo y del vuelo, parecía, como observó don Pío Baroja, el ejemplo perfecto para una cartilla escolar de geografía: allí estaban la bahía y el rompeolas, el mar y las rías, el tren y los barcos, el astillero, los talleres y, el ruido de sus fraguas, las tierras pobres de cultivo y los verdes prados desde donde los casheros bajaban sus productos al mercado, y los días de feria, sus ganados. Y coronándolo todo, la mole de la iglesia, como una enorme nave varada, desde donde don Wenceslao, el párroco, vigilaba con su confesionario y su catalejo las almas y la vida de sus feligreses... y de los veraneantes. Se hablaba entonces más que ahora el euskera, no sólo entre los aldeanos, de los que muy pocos sabían el castellano, sino también en las pudientes familias vizcaitarras que no querían hablar éste. Allí, en Zumaya, villa abierta a los forasteros sin dejar de estar siempre sumida en sí misma, veranee yo con mis padres y hermanos desde la infancia. Alquilábamos parte de la casa de José Ibarguren -un cordial comerciante y consignatario y criador de la mejor sidra del contorno-, con cuyos hijos guardo imperecedera amistad Desde su galería veíamos la bahía y el muelle, el puente de la carretera a San Sebastián y el de los Ferrocarriles Vascongados, y junto a la bocana del puerto, Santiago-Echea, la residencia, estudio y museo del gran pintor Ignacio Zuloaga que era quien daba peso y prestigio a aquel rincón de Euskadi tan inolvidable para mí.Zuloaga, con su pasión por los toros, había organizado aquel verano un festejo taurino en Zumaya a beneficio del hospital de ancianos que se estaba construyendo. Tuvieron que montar, en la campa camino del faro, una placita de madera donde iban a torear, acud:Ílendo generosos a la llamada de, Zuloaga y de José Ortega y Gasset, nada inenos que Juan Belmonte, El Algabeño, Márquez, Valencia II y el rejoneador Antonio Cafiero (entre paréntesis: ¿se podría ahora reunir un cartel comparable?). Y justamente mi recuerdo más antiguo y entusiasta de don José María Rodríguez-Acosta está unido a aquella corrida porque me invitó a ir con él a un tendido desde el que presenciarnos sobrecogidos el tremendo cornalón que le dio un toro a Belmonte. Don José María solía ir a Zumaya todos los veranos con el pretexto de tomar las aguas del cercano balneario de Cestona, pero en verdad yo he colegido después que lo hacía por estar jianto a sus amigos Zuloaga y Ortega. Era ya antigua su relación con mi padre, y el año anterior, 1923, había sido uno de los accionis tas fundadores de la Revista de Occidente.

Era un buen amigo de los niños y a mí me rriostraba su cariño haciéndome acompañarle a Cestona alguna mañana tem prano en su flamante Daimle de ocho cilindros; mientras él tomaba las aguas ininerales que -decía- le apaciguaban el hígado, yo me regalaba con un sustancioso desayuno. El resto del día lo dedicaba a hacer ex cursiones para mirar, con su ojo inmenso de pintor, tanta villa y paisaje maravillosos que tiene Guipúzcoa, o se llegaba a San Sebastián o Biarritz, muchas veces con mi padre. Pienso que le entretenía mucho acudir a Santiago-Echea, por donde pasaba gente interesante que iba a visitar a don Ignacio o participar en las fiestas y reuniones que éste daba. Se conserva una foto de una fiesta de disfraces, demostrativa de la jovialidad de aquellos años veinte, en la que aparecen, junto a bellas damas, además de Zuloaga y mi padre, Salaverría, Azorín, Baroja y don José María, disfrazado éste de mandarín chino, un chino sin duda oriundo de Mongolia por su estatura y amplia cabeza.

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Tenía Rodríguez-Acosta esa dualidad en el alma de los bue nos granadinos, que la sienten a la vez como un reto y un privilegio y que les lleva, como a nuestro ilustre pintor, a orearse por el ancho mundo precisamente para acendrar su pasión por la ciudad de Darro, en la que nació el llorado artista el 25 de febrero de 1878. José Larrocha, un maestro-pintor local, le inició en los secretos de la pintura, pero fueron las enseñanzas de Emilio Sala, en su estudio madrileño, las que contribuyeron, como señala el profesor Emilio Orozco, "a hacer del joven granadino uno de los artistas más sabios y conscientes de su momento". Desde su juventud viajó por paí ses próximos y lejanos, de los que volvía lleno de experiencias y de valiosísimos objetos, que hoy día forman parte de la biblioteca-museo de la fundación que lleva su nombre.

En la ladera de la montaña mágica de la Alhambra que mira a la vega y Sierra Nevada, dominando el rincón de la Antequeruela -llamado así por que allí se albergaron los moros expulsados de Antequera- se eleva el carmen que nuestro pintor fue construyendo en la década que transcurre desde el comienzo de la guerra europea a 1924. Quiso que su estilo hermanase los misterios y la com plejidad de Oriente con la racio nalidad del mundo latino, con jardines clásicos y jardines ára bes, logrando que el imponente conjunto se funda suavemente en el paisaje de esta ciudad, úni ea e incomparable, que reúne el legado histórico de dos grandes civilizaciones. Primero iba a ser sólo su estudio y museo, pero pronto pensó más en grande y lo destinó a sede de la funda ción que creará en 1934, y cuyas actividades comenzarían el año antes de su muerte, en 1941. Su. propósito era "favorecer en Granada todo género de investigaciones" -de todas las artes plásticas y de la ciencia y la filosofía- "con el fin de tener a Granada al corriente de todos los conocimientos del progreso humano sirviendo de estímulo a las personas de espíritu elevado... sin dejarse caer en ninguna idea anquilosada ni en ninguna nueva sólo por serlo". Y rogó a los patronos iniciales que él nombró -figuran entre ellos Falla, don Fernando de los Ríos, Emilio García Gómez y, mi padre- que al designar a sus sucesores "elijáis hombres; de espíritu abierto, capaces de: analizar sin rencor, sin hostilidad, las distintas sugestiones., con alegría, con la fecunda alegría de querer ensanchar este milagro que es la vida y que tenemos el deber de hacer cada, día más noble, más bella y más dichosa".

En estos días de su cincuentenario va a adquirir la Fundación Rodríguez-Acosta nuevo impulso, pues se une a su meritoria labor de apoyo de otra ejemplar fundación, la de don Ramón Areces. Al tiempo se completa la entrega del legado Gómez Moreno, que las hijas del célebre profesor han cuidado con esmero y sapiencia. Toda esta nueva savia se debe al empeño y entusiasmo de su actual presidente, Miguel Rodríguez-Acosta y CarIström, sobrino del fundador y tan notable pintor como su tío, aunque con otro punto de vista sobre el arte. Don José María, en su excesiva modestia hacia su propia obra, no quiso que ninguno de sus cuadros formase parte del patrimonio de su fundación, pero, muy cuerdamente, el actual patronato ha aceptado la donación que han hecho de ellos sus herederos. Hasta ahora sólo existía allí un desnudo de mujer porque lo dejó inacabado el pintor al irse de este mundo. Los entendidos lo consideran como su obra maestra: representa una mujer desnuda, como dormida, de la que se desprende misteriosamente la eterna pugna entre la carne y el espíritu.

Deseo de la fundación de aquella gran persona y excelente artista que fue don José María Rodríguez-Acosta mucha suerte y acierto en esta su nueva navegación.

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