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Tocar madera (el engaño de la credulidad)

Enrique Gil Calvo

Hace bien poco se traducía en esta página un airado alegato de Alain Finkielkraut contra la demagógica explotación de los derechos de la infancia (EL PAÍS, 14 de enero de 1990, página 12). Cabe, desde luego, reprocharle los excesos panfletarios de su retórica; pero no cabe, sin embargo, discutir la justicia de su posición respecto al fondo del asunto: reconocer la mayoría de edad de los menores de edad significa legalizar la explotación indiscriminada de su inmadurez objetiva. Hace tiempo que Finkielkraut viene alertando sobre los efectos contraproducentes que sobre la igualdad de oportunidades de emancipación personal ejerce una mal entendida democratización cultural. Y en esto pudiera parecer que coincide con la campaña que determinados pedagogos han emprendido para restaurar una cierta regresión hacia modelos puritanos y disciplinarios de enseñanza; el caso más significativo es el de Bloom, pero el eco entre nosotros lo ha despertado el profesor Fuentes en polémica contra Del Val (EL PAÍS, 6 de febrero de 1990, suplemento Educación). Quiero advertir antes que nada que de ninguna manera ambas cuestiones deben ser confundidas: una cosa es denunciar la explotación de la credulidad y otra muy distinta denunciar los presuntos peligros antipedagógicos del hedonismo, la imaginación creadora y la permisividad. En otros sitios he comentado ya mi posición respecto a este último punto. Baste aquí añadir que la letra que con sangre entra es letra muerta: sólo está viva aquella que se aprende mediante el placer de leer, no la que se enseña por miedo al dolor que cuesta no leer si se cae bajo la censura de la disciplina académica.Pero denunciar este intento de restauración del despotismo ilustrado en la enseñanza (pues los neopuritanos buscan imponer el ascetismo sin recabar su libre consentimiento) no impide reconocer la razón que asiste a Finkielkraut: en nombre de la libertad de expresión se está consintiendo, cuando no alentando, la explotación demagógica de la credulidad inexperta. Y no me refiero tanto a la cruenta campaña del periodismo amarillento (cuya caza y captura por el escándalo está arruinando el prestigio que dicha profesión, en definitiva responsable del índice de lectura de Prensa más bajo de Europa, pudo recuperar tras su pasada colaboración con la censura franquista) como a la muy evidente regresión hacia la superstición más oscurantista. El caso más reciente es el del Juzgado de Verja y el Gobierno Civil de Almería, que, en nombre de "la libertad. de culto que ampara nuestra Constitución", no han dudado en legitimar la perpetración de "prácticas exorcistas" contra "un grupo de niñas entre 13 y 16 años" en el municipio de Vícar (EL PAÍS, 15 de febrero de 1990, página 22). Pero este último sólo viene a añadirse a otros muchos casos, siendo el más notorio el criminal homicidio que culminó un rosario de torturas sexuales infligidas a una mujer bajo la coartada de prácticas exorcistas.

¿Sólo son anécdotas explotadas por la Prensa, pero en absoluto representativas?; cabe dudarlo. Existen abundantes indicios que pueden parecer chuscos y resultar risibles, como el de tantos sectores socialistas que consultan a videntes y adivinos, ostentando la práctica habitual de tocar madera para contrarrestar el supuesto poder mágico de las palabras (en crédula esperanza del más pueril ábrete sésamo). Pero algunos otros datos menos impresionistas pueden llegar a producir bastante inquietud. Sólo me referiré a dos, extraídos de recientes encuestas: más de un tercio de nuestros jóvenes creen en la determinación del destino personal (y por tanto en la adivinación del futuro) mediante la astrología de los horóscopos (cuya sección fija en la Prensa, hasta en la sedicentemente más seria, resulta indignante y escandalosa), y más de un cuarto consideran legítimo y justificado el recurso a la violencia física por motivos "políticos, nacionales, ecológicos, laborales o ideológicos". ¿Es esto prueba de modernización o de regreso al más fanático oscurantismo? ¿Qué demonios (y nunca mejor dicho) están aprendiendo nuestros jóvenes en las escuelas? ¿Qué clase de libertad de creenclas es esa?

Algo está fallando. Sé que el problema parece general en la Europa católica, donde los crecientes problemas de inserción de los jóvenes están originando una grave discontinuidad en los mecanismos tradicionales de socialización e integración social. Pero en nuestro caso la gravedad se agudiza por lo reciente y superficial de nuestro proceso de industrialización, que nos priva de la suficiente experiencia histórica con que otras sociedades de nuestro entorno se enfrentan a cambios tan críticos. En 30 años hemos improvisado un proceso de modernización económica, política y cultural que en el resto de Europa costó 150: el resultado parece tan deficiente como sin duda era de esperar. Así, según acaba de observar nuestro primer sociólogo, la compleja relación entre tradición y modernidad amenaza en España con producir una quiebra cultural.

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A este respecto, el triunfalismo oficial puede llenarse la boca recordando los recientes e ingentes avances en el proceso de democratización de la enseñanza formal: en 15 años hemos superado un retraso histórico, y hoy nuestros jóvenes están tan escolarizados como el promedio europeo, si no más. Pero en lo que toca a la calidad de ese reciente progreso cuantitativo, más vale dudar. No se trata tan sólo de que los alumnos universitarios no sepan expresarse por escrito ni de palabra. Ni tampoco siquiera de la creciente presencia del extendido analfabetismo funcional. Más allá de todo eso, lo más grave parece ser esta especie de credulidad generalizada, que priva a nuestros jóvenes de defensas inmunológicas contra la superstición, el oscurantismo y la superchería. En lugar de ser críticamente escépticos, como debieran, resultan crédulamente indiferentes: incapaces, como denuncia Finkielkraut, de elegir entre qué pueden llegar a creer y qué no deberían creer jamás.

Esta es la más grave responsabilidad histórica que cabe achacar al magisterio de la escuela española.

Por eso, en cierto sentido, las cosas han empeorado (sin que decir esto implique ignorar el muy positivo avance en la democratización de la enseñanza). Antes, cuando la Iglesia católica detentaba el monopolio del oscurantismo (al igual que el Estado monopoliza la violencia legítima), su persecución inquisitorial del resto de supersticiones extracatólicas permitía que la cultura española, si bien oficialmente creyente en el abstracto oscurantismo del dogma teológico, resultase por lo demás suficientemente racionalista (con el grave lastre de su secular temor ante la ciencia moderna). Pero hoy, cuando la deseable y bien venida secularización ha bam'do ese monopolio eclesiástico, no ha quedado debajo más que el subsuelo de las supersticiones populares más oscurantistas. Ni ciencia moderna ni racionalismo crítico. Sólo adivinación, astrología, violencia fanática y una credulidad indefensa, víctima frecuente de toda fantástica superchería.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la universidad Complutense.

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