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Un precioso día, camarada

Los desgarbados trípodes de las cámaras de televisión cubrían el césped del campo de fútbol municipal; fotógrafos ataviados con sus vestimentas llenas de bolsillos importadas de los centros comerciales Banana Republica de Nueva York, tomaban posiciones entre las curvadas filas de personas que estaban allí no para informar, sino para participar. Vi libretas para tomar notas e incluso gente que escribía cuidadosamente con sus bolígrafos sobre reversos de posters que apoyaban en sus rodillas. Iba a haber tantos informes sobre aquel día... ¿para qué uno más?Todos los presentes teníamos en común el sentimiento de estar ante una oportunidad sin precedentes en nuestras vidas. A pesar de las diferentes experiencias y recuerdos de cada uno de nosotros, nos veíamos unidos en aquel acontecimiento. Ni siquiera la novelista que hay en mí puede imaginar los sentimientos de Walter y Albertina Sisulu al caminar alrededor del campo protegidos del sol por una. congregación de paraguas con el emblema de los Sindicatos Surafricanos -era como un desfile en una corte asiática-, y a la vez expuestos al grito unánime de júbilo que los rodeaba. Y ¿cómo veía Ahmed Kathrada las caras, gorras, banderas, puños alzados y estandartes reluciendo en el inmenso anfiteatro? ¿Qué pensaban Elias Motsoaledi y Wilton Mkwayi, mientras recorrían un pasillo ceremonial absolutamente extraño que les conducía al terreno de juego de un campo de fútbol, cuando, tras décadas de prisíon y silencio, llegaban a un lugar bajo el cielo desde el que podrían hablar y ser escuchados por miles de personas y que además sus palabras se elevarían día satélite más allá del círculo de helicópteros policiales? Junto a mí estaba sentado un chico de unos 10 u 11 años. Estaba comiendo patatas fritas rnientras agarraba con fuerza un cable al que estaba atada una baridera casera con las siglas ANC. ¿Qué sentía? ¿Era simplemente el muchacho que yo veía, dísfrutando de su salida dominical y de la banda y los cantantes que nos preparaban para la salida de los líderes, o era una persona que por su terrible periencia en enfrentarse a las armas de la policía en la escuela era en ese momento más madura de lo que yo podría llegar a ser, y yo, que por mi edad podría ser su abuela?

Fara mí, lo que estaba viendo y oyend.o tenía tanto valor dentro de mí misma como en lo que me rodeaba. El estadio, aunque pertenece a Soweto, no está inmerso en sus interiminables calles. Está situado en las afueras. Su gran terreno de juego está parcialnaente hundido. Podía ver las pálidas montañas amarillentas de metales de desecho de las minas de oro alzándose tras él, y, entre ellas, las torres de Johanesburgo, diáfanas a causa de la neblina, pero presentes. Una historia completa se estaba representando alli, no un sueño, sino una realidad concreta, una historia en la que este domingo era una especie de culminación de la justicia -por supuesto no la última: seguramente la primera- Allí estaban los desechos de las minas trabajadas por mano de obra negra, y allí la mayor ciudad de África construida con los beneficios que los blancos obtenían de esa mano de obra; y aquí, en el estadio, estaban los líderes negros, encarcelados durante una generación, emergiendo por fin para reclamar loque pertenece a su gente.

He estado en juicios en los que el derecho a esta reclamación ha, sido, durante años, considerado delito. La primera vez fue en 1956, en el primer gran proceso treason. En Ja década de los sesenta escuché el discurso que pronunció Nelson Mandela desde el banquillo de los acusados -hoy considerado como el texto clásico de la liberación- cuando fue condenado a cadena perpetua. Yo estaba presente cuando Bram Fischer habló como prisionero y no como abogado, negando el derecho de un tribunal del apartheid a administrar justicia, tras lo que le condenado a un cautiverio del que sólo le liberó la muerte. En diciembre, en el juicio de Delmas, se me hizo el honor de poder prestar declaración en defensa de los líderes del Frente Democrático Unido Patrick Lekota, Popo Molefo y otros. Para mí era un espectáculo ver a esos siete líderes, a los que recordaba yendo a prisión unos años antes, saliendo ahora con la posibilidad de ser ensalzados como merecen, y con el sincero homenaje de todos los que nos preocupamos por la liberación de Suráfrica. Esto fue algo que personalmen te percibí corno la culminación de mi vida como surafricana. Esto es lo que sentí, y esto es lo que escribo, como una más en tre la muititud.

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Y, por cierto, éramos 70.000. Se han publicado diferentes cifras (la televisión surafricana nos redujo a 10.000), pero yo lo sé por un responsable del campo de ftitbol que conoce la capacidad total del estadio, y soy testigo de hasta qué punto estaba lleno ese dorningo.

Todo el mundo ha resaltado la oficialidad y, lo que es más, el estilo y la dignidad de la fórma en que el mitin hablia sido organizado y puesto en práctica. Tengo constancia de ello por que esta extraordinaria ocasión y el gigantesco cometido que representó fue posible gracias a muchas personas, entre las que se encuientran tres de mis jóvenes colegas del Congreso de Escritores Surafricanos: Junaid Ahmed, Raks Seaghoa y Menzi Ndaba. Los agentes de orden reclutados entre los miembros de organizaciones juveniles pre sentaban un concepto diferente de la juventud negra (diferente del que difunden los escritores que les ven como gamberros y delincuentes). Armados sólo con paciencia y amistad, se dirigían a todo el mundo utilizando el término com (camarada en el Movimiento Democrático, como una forma de humanizar los vocablos pomposos mediante el uso de diminutivos), imponiendo disciplina y no reparando en dedicarse a recoger los vasos de papel que la gente había ido tirando por el suelo.

¿Por qué tipo de personas estaba compuesta esta multitud de asistentes? Fuera del estadio, y visto desde la altura de las escaleras de salida, había algo parecido a una zona residencial de viviendas unifamiliares, y allí, montones de autobuses aparcados procedentes de todos los rincones del país. Algunos habían viajado durante toda la noche. El uso de este medio de transporte confirmaba lo que yo ya había sospechado en el estadio: casi todos eran personas de raza negra pertenecientes a la clase trabajadora. No vi muchos de clase media, perfectamente, distinguibles por sus elegantes atuendos; algunos dijeron que no habían asistido por miedo a las amenazas de extremistas blancos ante aquel mitin. Había algunas caras blancas aquí y allá, cabellos grises de algunos de los pioneros de los movimientos de izquierdas, mujeres de la Black Sash, representantes de la Unión Nacional de Estudiantes de Suráfríca, el Comité de Acción Democrático de Johanesburgo, representantes de otros grupos progresistas o radicales o simplemente simpatizantes del ANC. Había incluso miembros de una nueva asociación de demócratas creada sólo una semana antes.

No, no destacaba en absoluto la presencia de blancos. A pesar de la puesta en libertad de los líderes, nadie piensa que el camino de la liberación vaya a ser fácil. Pero, pase lo que pase, este domingo es un precioso día, camarada. Constituye la definición de una nueva belleza para mí: armonía y confianza entre seres humanos de todas las razas, paz en una congregación tan grande como un estadio de fútbol a rebosar.

Traducción de Lorena Catalina.

Nadine Gordimer es novelista surafricana.

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