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Bajo la mirada de Occidente

Rafael Argullol

Uno de los riesgos de la autosatisfacción es llegar a perder el sentido de por qué se está satisfecho. Algo de eso parece ocurrir en el mundo occidental, y singularmente en Europa, cuando, a juzgar por las encuestas que nos son proporcionadas de manera cada vez más machacona, una amplia mayoría de ciudadanos se identifica con el indiscutido orgullo de pertenecer a aquel mundo. Pocos ponen en duda su superioridad material y, lo que es más elocuente, moral. Casi nadie se atreve a señalar fisuras en un edificio, desde cuyas alturas se observa a los habitantes de los demás mundos como bárbaros, en el mejor de los casos, y, en el peor, como enemigos prestos a la invasión.La mala conciencia de Europa ha sido abolida, y esta circunstancia, además de inevitable, quizá sea positiva. Pero lo relevante es que ha sido sustituida, sin transición, por una buena conciencia que desarrolla impasiblemente sus mecanismos de afirmación y exclusión. Hasta hace pocos años la deuda de la colonización, recordada insistentemente por voces críticas, aparentaba justificar no sólo un cauto respeto por las otras culturas sino, además, una pública obligación de tolerancia ante las consecuencias humanas del expolio. Europa, y su capitalismo, importaban ejércitos de trabajo sin el temor, todavía, de tenerlos que presentar, posteriormente, como quinta columna a extirpar. Esto ya ha sucedido y los defensores a ultranza de la pureza europea -aunque, calladamente, muchos más-denuncian que el principal peligro para el porvenir de Europa estriba en esos ejércitos espectrales que anidan en su interior.

El argumento es fácil, pero se ha vuelto aún más fácil gracias a la celeridad y exactitud con que los medios de comunicación han servido las imágenes de barbarie procedentes de los otros mundos: a pesar de que Europa ha tratado, en vano, de recalificar moralmente a sus bárbaros importados, éstos forman parte de aquellas imágenes. Apenas se establecen diferencias, a no ser potenciales, entre el escenario salvaje de Teherán, periódicamente emitido hacia la interioridad de los hogares, y el escenario amenazador que el común ciudadano se ve obligado a contemplar cuando accede a una plaza llena de inmigrantes árabes un domingo por la tarde. En el fondo, piensa el común ciudadano, ésos harían como en Teherán si no estuvieran controlados y, de momento, en inferioridad de condiciones. Con los negros es más sencillo: no son blancos. Con los árabes el color se complica. Pero últimamente ha dejado de ser tímida la respuesta: no son cristianos.

Aludir a lo cristiano o, más aún, a la tradición cristiana está a la orden del día, incluso en boca de ateos, agnósticos y partidarios de la sociedad laica Naturalmente, no es un nuevo auge de la fe cristiana sino la posibilidad de establecer una diferencia histórica radical. Hace escasas semanas un millón de servios se reunieron en Kosovo para conmemorar una fecha sagrada en la construcción de la civilización europea y cristiana. Sin duda, tal hecho forma parte de la exacerbación del conflicto con la minoría musulmana albanesa, pero asume un significado simbólico más amplio: Europa no puede bajar la guardia ante una amenaza exterior que es ya, para algunos interior. Pertenecer al ámbito cristiano no es una cuestión religiosa, sino un recurso de afirmación por el que trata de excluirse a los que solapadamente atentarán contra el modo de ser -otra expresión en boga- occidental.

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Resulta llamativo comprobar que tras la disolución paulatina de la guerra fría de las ideologías haya saltado a la palestra la confrontación entre los modos de ser. Hay, se supone tácitamente, modos de ser incompatibles con el modo de ser europeo, forjado en la modernidad y, antes, en el racionalismo y, todavía más lejos en el tiempo, en la diferenciación cristiana. En -las afueras de esta perspectiva emergen, antes o después, conductas irremediablemente antimodernas e irracionales. El fanatismo islámico es el ejemplo más persistente, pero no el único: de cuando en cuando, los telespectadores y lectores de periódicos europeos se sobresaltan con informaciones que demuestran inexorablemente la crueldad de los otros modos de ser. Frente al reino de la paz y de la libertad se presentan, como rotundas confirmaciones de la diferencia, las tiranías, las matanzas y los fatalismos de la miseria. Para los ojos occidentales resulta incomprensible que los bárbaros persistan en su barbarie.

Durante un largo período, Europa -al menos para una parte de sus ciudadanos- era responsable o, como mínimo, corresponsable de los traumas que denunciaba. Se hablaba de una "culpabilidad eurocéntrica" basada en las labores de saqueo y destrucción perpetradas en el transcurso de siglos. Este lenguaje se ha abandonado Y, en buena medida, ha sido útil que así fuera porque la maniquea exaltación de la culpa redundaba, casi siempre, en una actitud estéril -o hipócrita- ante el buen salvaje. Lo malo es que paralelamente al abandono de la sensibilidad producida por la deuda de la colonización, no sólo se ha erradicado toda culpa sino que se ha labrado el talante del buen civilizado. Más allá de la civilización (europea), el caos. Un caos que, al máximo, si las circunstancias son propicias, puede ofrecer exotismo e inversiones.

El problema de tal actitud es que la civilización (europea) se esté tendiendo su propia trampa, encerrándose entre los muros del glorificado estado del bienestar. Que el buen civilizado sea incapaz de captar críticamente sus hábitos bárbaros es un signo alarmante en una sociedad en la que la atomización individual está mitigada, sólo, por los vínculos que provocan la producción y el consumo. La creciente inclinación a la xenofobia, siendo grave, puede ser, a la larga, menos determinante que la caída en una suerte de claustrofobia civilizatoria, desde la cual, olvidada toda autocrítica en base a la supuesta bondad intrínseca del modelo, el bienestar de Europa se convierta en un irrespirable ejercicio de solipsismo. El miedo ante los que se califica de Invasores -y el horror ante sus culturas y conductas- es, desde luego, un miedo al desorden. Y suele suceder que el miedo al desorden sea una forma de ocultar la inseguridad del propio orden. Entonces la prepotencia resulta ser sólo una huida inconfesable de la conciencia de fragilidad.

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