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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Errores

AL ACOGER la demanda de amparo de los familiares de una persona, ya fallecida, que permaneció 14 meses en prisión hace dos décadas, que estuvo procesada durante 15 años sin juzgar y, finalmente, fue absuelta, el Tribunal Constitucional ha actuado con sentido común y sensibilidad ante un caso flagrante de violación de los derechos y libertades fundamentales de la persona por parte del aparato del Estado. Y, de paso, ha dado un merecido palmetazo al Ministerio de Justicia y al Tribunal Supremo que, utilizando leguleyas y mezquinas argucias, pretendieron eludir la responsabilidad de la Administración de justicia en tan anómala, injusta y prolongada situación de hostigamiento y desconsideración de un ciudadano.La experiencia vivida por Carlos Hurtado de Mendoza puede parecer excepcional, pero, en lo esencial, no difiere mucho de las que con frecuencia se ven obligados a soportar los ciudadanos en sus relaciones con los organismos públicos, llámense tribunales de justicia u otras instancias administrativas. Procesado en 1968 por apropiación indebida e ingresado en prisión preventiva durante 14 meses, vivió durante quince años en la espera angustiosa del juicio para, finalmente, ser absuelto en 1983 con todos los pronunciamientos favorables. Esta actuación de la maquinaria judicial -convertida en esta ocasión en refinado instrumento de tortura psicológica- hubiera exigido no sólo una justa indemnización, sino también la personalización de las conductas funcionariales que la hicieron posible a los efectos penales y civiles oportunos. La responsabilidad personal de los jueces por los errores y daños imputables a su actuación y, en general, la de los funcionarios públicos por sus decisiones respecto de los administrados es una cuestión, sin duda, delicada y de difícil objetivación, pero que los Estados modernos deberán abordar alguna vez si no quieren que lo público siga siendo en gran medida sinónimo de ineficacia y de impunidad.

Pero ni siquiera en este caso la responsabilidad patrimonial del Estado ha sido admitida sin más. El Ministerio de Justicia, primero, y el Tribunal Supremo, después, han intentado soslayarla con el pretexto de que el derecho constitucional a indemnización a cargo del Estado por daños causados por error judicial o por el anormal funcionamiento de la Administración de justicia no había sido desarrollado legalmente -ley orgánica del Poder Judicial, de 1 de Julio de 1985- en el momento de ser ser presentada la reclamación. El Tribunal Constitucional, con mejor criterio, ha estimado que no se puede privar al ciudadano afectado del derecho a "solicitar la indemnización", pues las normas vigentes deben ser interpretadas de la forma que resulte más favorable a la realización de las previsiones constitucionales. Doctrina, por lo demás, tan elementalmente constitucional que causa estupor que más de diez años después de entrar en vigor el texto fundamental siga sin ser plenamente asumida por la Administración del Estado y por los tribunales como pauta a seguir en la resolución de las cuestiones litigiosas con los administrados.

Si la relación entre gobernantes y gobernados ha de cambiar en el sentido de que los últimos sean tratados de una vez como ciudadanos, y no como súbditos, lo primero que se impone es que los poderes públicos dejen de interpretar las leyes vigentes con criterios tan restrictivos que las hagan prácticamente inoperantes, como ha ocurriendo con las reclamaciones ciudadanas relacionadas, con el mal funcionamiento de los juzgados y tribunales.

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