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Las 'minicentrales' hidroeléctricas

El R. D. 1.217/1981, de 10 de abril, complementado con otras disposiciones posteriores, estableció una serie de normas para fomentar la utilización de energías renovables o residuales (hidráulica, solar, eólica, biomasas, etcétera). Al amparo de esta normativa legal han empezado a proliferar las peticiones de instalación de pequeñas centrales hidroeléctricas -más de un centenar- cuya capacidad de producción no sobrepase los 5.000 KVA (unos 4 MW). Este tipo de centrales trata de captar corrientes fluviales de pequeño caudal, especialmente las situadas en terrenos montañosos, que ofrecen, por tanto, adecuados desniveles para la utilización de saltos de agua. Como quiera que la construcción de estas minicentrales hidroeléctricas está generosamente subvencionada, primero por el Estado, y desde nuestra entrada en la Comunidad Europea por dicho organismo, surge un negocio saneado que está atrayendo a numerosos inversores.La intención de tales proyectos, que nacieron en pleno impacto de la crisis del petróleo, no es aparentemente objetable. Se inscriben dentro de la búsqueda de fuentes de energía no contaminantes ni sujetas a las veleidades de los explotadores del petróleo, incluso permite -a sus promotores presentarse como ecologistas o, al menos, como defensores del medio ambiente. Todos ellos, los ubicados en la sierra de Gredos, en Cantabria, en Galicia o en el Pirineo, recitan la misma lección: la energía hidroeléctrica es la menos contaminante. Pero esta verdad de Perogrullo requiere bastantes matizaciones, que no son, ciertamente, abordadas por los optimistas promotores de minicentrales.

Un generador eólico, por ejemplo, puede instalarse en una llanura de La Mancha o en las costas ventosas de Lanzarote o de Galicia, pero las minicentrales hidroeléctricas se sitúan siempre en parajes de alta montaña, agrestes, salvajes y bellos por lo general. La energía que producen no contamina, por supuesto, pero su instalación es una verdadera catástrofe para el entorno físico, vegetal y animal. Hay que remover toneladas de tierra y piedras, talar porciones de bosque, abrir caminos que, al permitir la afluencia de cazadores y excursionistas, degradarán el paisaje, aparte de aumentar los riesgos de incendio. Las variaciones en el nivel de las aguas y los cambios de sus características físico-químicas afectarán a los hábitats naturales, y los tendidos eléctricos son trampas mortales para las aves. Además, desde la toma hasta las turbinas el agua va por gruesas tuberías, enterradas o no. En este recorrido, que puede ser de varios kilómetros, el arroyo queda reducido a lo que, no sé si jocosamente, se llama caudal ecológico, o lo que es lo mismo, un 10% del caudal medio anual. Puede imaginarse cómo queda en este caso un arroyo de montaña que discurre entre bosques, cascadas y grandes charcos, especialmente en verano y principios de otoño. Bien es verdad que, al menos teóricamente, estas centrales no pueden funcionar si reciben menos del 40% de lo que se llama caudal diseño, por lo que durante el estiaje deben permanecer paradas. Pero cuando se estudian con detenimiento algunos proyectos de esta clase y se usa la máquina de calcular se observa que en muchos casos los caudales pedidos exceden con mucho a la aportación real de agua. Esto ocurre, por ejemplo, en un proyecto que afecta a los arroyos Pelayos y Cuevas, sitos en Arenas de San Pedro (Avila), según denunciaba El Diario de Avila del 27 de julio de 1988. Con un caudal medio anual de 736 litros por segundo, la petición era de 2.500.

Una falsa disyuntiva

Mientras los medios informativos provinciales se ocupaban a menudo del polémico tema de las minicentrales hidráulicas, EL PAÍS no informó sobre el mismo hasta el pasado 24 de agosto. Aportó una serie de datos muy estimables y conclusiones moderadas, pero el título del artículo, Luz contra paisajes, plantea la polémica como si los contendientes fueran, de una parte, industriales empeñados en cubrir necesidades ineludibles de energía, y de otra, los ecologistas. O sea, las inevitables exigencias del progreso contra el romanticismo demodé de los que aman la naturaleza. Y ésta es una falsa disyuntiva. La realidad es que la batalla se plantea entre unos intereses privados, muy respetables, por supuesto, y el uso y disfrute público de unos ríos de montaña y de todo lo que representan: naturaleza virgen, paisaje, riego, agua para abasto ciudadano y reserva para especies vegetales y animales. Y si esta oposición entre naturaleza y técnica se planteara como absoluta necesidad de producir bienes escasos y de máxima necesidad para la industria, todavía podría admitirse, pero la realidad es que, aunque se construyan 200 minicentrales en nuestro país, su total potencia instalada, unos 800 MW, no llegaría al 1 % del total nacional. En EL PAÍS del 3 de agosto de 1988 se recogían unas manifestaciones de Fernando Maravall, que fue secretario general de Energía: "Hasta 1996", dijo, "no harán falta nuevas centrales eléctricas". Si esto es así, ¿vale la pena ir destrozando lo poco que queda de la España solitaria y agreste para beneficio de unos cuantos industriales?

Ecologistas divididos

Lo más curioso de esta batalla es que ha dividido hasta a los ecologistas. Algunas asociaciones defienden la instalación de las minicentrales. Puede ser que piensen que "del mal el menos". Pero no son tan indulgentes las ubicadas en regiones en las que éstas proliferan. Así, Adenex, en el diario cacereño La Región del 18 de noviembre de 1987, califica de "atentado ecológico" el aprovechamiento hidroeléctrico que se proyecta en la Garganta de Minchones, una de las más bellas muestras de naturaleza salvaje en la vertiente extremeña de la sierra de Gredos. Sin embargo, otras como CEAN, CAME o Aedenat, no sólo defienden este tipo de explotaciones, sino que consideran "cómico" que haya ecologistas que al oponerse a las mismas "están dando argumentos a las compañías eléctricas para justificar la puesta en marcha de nuevas centrales nucleares". De aquí a presentar a los defensores de la naturaleza como los malos de la película no hay más que un paso. Menos mal que reconocen la necesidad de que se haga extensivo a los proyectos de minicentrales hidráulicas el previo estudio del impacto ambiental, que sólo se exige en el caso de las grandes presas.Aquí es donde está el meollo de la cuestión, porque ¿quién garantizaría la bondad de los proyectos, la correcta construcción y el respeto por el medio ambiente? ¿Quién controlaría el uso estricto de los caudales cedidos o la parada de las centrales durante el estiaje? Porque los vertidos venenosos a los ríos, la lluvia ácida y la contaminación atmosférica son también el producto de industrias originariamente bien intencionadas y que cumplen su papel económico.

Dicen los promotores de las minicentrales que los ecologistas exageran su impacto sobre el medio ambiente. Puede ser, del mismo modo que aquéllos lo minimizan. Lo mismo ocurría con las centrales nucleares, pero después de Chernobil, ¿quién tenía la razón?

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