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Tribuna:POR LA PAZ EN ORIENTE PRÓXIMO / y 2
Tribuna
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La paz en la Tierra Santa

Concluye el autor del artículo primando el objetivo de una conferencia internacional euro-árabe sobre el proyecto de una comunidad económica israelo-palestino jordana, una conferencia que resultaría ser la única fórmula para equilibrar el actual peso soviético y estadounidense, en aras de la coexistencia y cooperación.

Quiero explayarme sobre el condominio. Sabemos desde 1956, fecha de la expedición de Suez, que basta una voluntad común, enérgicamente manifestada por las superpotencias estadounidense y soviética, para que reine cierto orden -hablo de orden, no de justicia- en Oriente Próximo. Henry Kissinger me confió un día su convicción de que un verdadero entendimiento entre Washington y Moscú habría podido interrumpir el conflicto más sangriento del siglo desde la II Guerra Mundial: la guerra entre Irak e Irán. Estamos habituados a la idea de que sólo salimos de la guerra fría para entrar en una paz despótica. Vivimos en la era de las zonas de influencia y de las áreas decretadas de interés vital. En el interior de este universo impuesto se podía estar seguro de que, en general, un statu quo quedaría más o menos congelado y que permitiría a Israel embarcarse en guerras, ya fueran defensivas, ya preventivas (o de aventura, como en Líbano), permitiendo también simultáneamente que el conjunto del mundo árabe se proclamase solidario con las guerrillas palestinas sin desear por eso realmente la construcción de un Estado palestino en otro lado que en Jordania.Desde el punto de vista estratégico, el hecho esencial es que durante su aventura en Líbano nadie, ni del mundo árabe ni del bloque soviético, molestó a Israel. Fue el representante de la OLP en París quien hizo notar que los únicos manifestantes volcados a las calles cuando un general israelí permitió a las milicias libanesas vengar el asesinato de Bechir Gemayel matando a las poblaciones de Sabra y de Chatila fueron los jóvenes israelíes del movimiento La Paz Ahora. Hago hincapié, de paso, en que esta observación era a la vez un grito de amargura y de esperanza. Tal vez fue ese día, en efecto, cuando los palestinos descubrieron en el interior de su soledad una solidaridad posible y activa con israelíes.

Sí, el papel de las dos superpotencias es aplastante. Sé podría decir que es también legítimo en la medida en que fueron ellas las primeras fiadoras de la creación del Estado de Israel y lo llevaron a la fuente bautismal de las Naciones Unidas. También se puede hacer notar que jamás los soviéticos se mostraron, ni en sus escritos ni en sus discursos, ni siquiera en sus actos, partidarios de la desaparición de Israel. Pero esta legitimidad lleva a la arbitrariedad. Me remito como ejemplo a los acuerdos de Camp David. Soy de aquellos que piensan que el viaje de Sadat a Jerusalén ha sido un acto inaugural, e incluso, como se dice hoy, seminal, portador de semilla, sean cuales fueren las reacciones que provocó bastante después -repito, bastante después- en el mundo árabe. Pues con ese viaje Sadat demostró que comprendía las razones de ser del Estado israelí y el secreto del alma judía. Y me cuento sobre todo entre aquellos que recuerdan que los palestinos estuvieron a dos de dos de aceptar formar parte de las negociaciones. Lamento que Francia y Europa no hicieran sentir, en ese momento, todo su peso. Dicho esto, de ningún modo quería la Unión Soviética una pax americana, y desalentó -y es poco decir- en todos sus aliados y clientes una respuesta a la invitación de Jimmy Carter. Así, hoy, Yasir Arafat no habría podido reconocer a Israel sin el aval de Moscú, aval que triunfó sobre la oposición de los extremistas. La Unión Soviética desempeñó a la vez su papel de superpotencia y de enemiga del imperialismo occidental. Uno se preguntaba por qué la Unión Soviética había hecho pública la verdadera exhortación a Yasir Arafat para que reconociera a Israel. Una de las razones, según mis informaciones, es que Yasir Arafat lo deseaba.

Todas estas comprobaciones y todas estas consideraciones fueron las que condujeron en orden disperso a ciertas potencias europeas, y en primer lugar a Francia, a preconizar y promover la idea de una conferencia internacional, o, mejor dicho, a que el Consejo de Seguridad se hiciera cargo del problema bajo los auspicios de las Naciones Unidas. En cierta manera es, evidentemente, una abdicación. Una confesión de impotencia ante lo que parecía como insuperable, a saber, después del nuevo gesto de la OLP la desconfianza visceral de la mayoría de los israelíes con respecto a los palestinos, su convicción de que en un medio hostil su territorio es ya demasiado exiguo y que de pronto se encuentran, pese al poderío de su ejército y la división de sus enemigos, en el mismo estado de inseguridad que sintieron antes de cada guerra. Nada parece ser causa de ese estado de ánimo. Ni el hecho de que la paz con Egipto, es decir, con el más importante de los Estados árabes, puso fin al dogma de eternidad del rechazo árabe. Ni el reconocimiento formulado por la mayoría de los Estados árabes. Ni la exhortación de sus amigos, de sus aliados y, cada vez con mayor frecuencia, de sus hermanos.

Administrar la memoria

Esta desconfianza se alimenta, a lo más, del hecho de que, si bien todos los israelíes son patriotas, no todos tienen el mismo concepto de la legitimidad israelí. Para unos, Israel debiera ser un Estado, es decir, tener razones de Estado, secretos de Estado, conducta de Estado, y portarse como todos los monstruos fríos del planeta. Para otros, Israel debe, antes que nada, administrar la memoria judía, encarnar el destino milenario y cumplir la promesa divina. Apuesta que no habría podido ser hecha más que si la mayoría de los judíos del mundo se hubieran juntado en Tierra Santa. Las dos misiones asignadas al Estado hebreo sólo resultan complementarias en el peor de los casos: cuando las conquistas justificadas por la inseguridad se legitiman por la historia y la religión, y cuando Cisjordania se convierte en Judea y Samaria.

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Se comprende que, en esas condiciones, los europeos se dijeran que los israelíes tenían necesidad de ser violados, como los palestinos habían consentido serlo. Se comprende que, para esa violación, los europeos culpables se hayan dado cuenta de que todavía no tenían suficiente peso y que debían apelar al Consejo de Seguridad. Mientras esperan, se agitan.

No digo que esta agitación sea vana. Contribuye a convencer a los europeos de que deben estar seguros de su inocencia, dotarse de una fuerza y construir una unidad. Es sano que, a la espera de una conferencia internacional, a menudo agitada como coartada para la impotencia, los europeos hayan decidido tener una política común. Pero conviene tener presente que esta política se traduce, primero y antes que nada, en un estudio serio y profundo de las únicas garantías capaces de hacer retroceder los miedos ancestrales y los triunfalismos irracionales. Recuerdo conversaciones que tuve con dos hombres cuya amistad me honra, Pierre Mendés France y Olof Palme, dos grandes europeos sin complejos, sin derrotismo, intransigentes en cuanto a los principios y realistas en su aplicación. Uno y otro estaban persuadidos de que nada podría hacerse sin una definición precisa de las garantías y que nada se haría si, una vez definidas estas garantías, no se las dotaba de credibilidad. La convicción de los israelíes, convicción alimentada por el destino y por la experiencia, es que en definitiva, a la hora de la verdad, estarán solos. Lo más curioso es que he oído la misma convicción formulada por los palestinos, que son probablemente los hombres más escépticos en cuanto al carácter determinado y sistemático de la solidaridad árabe. Adelantan -quienes vienen a hablarme en Jerusalén- que la voluntad de determinación de los territorios ocupados no se manifiesta ni entre los árabes en general, ni entre los palestinos de Jordania, ni, por lo menos desde el punto de vista de la eficacia, entre los elementos exteriores de la OLP. Esta voluntad se encarna en los habitantes de los territorios. Y sobre todo en los jóvenes que jamás conocieron otra cosa que la ocupación.

El desconcierto israelí tiene poca relación con la situación concreta de Israel y con el poderío de su ejército. Es la proyección de un miedo ancestral mil veces justificado, pero es también, tal vez, la constatación de la frustración del sueño, a veces acariciado, de hacer del Estado de Israel el simple fruto de una promesa precisa y divina. Por eso los israelíes, sean cuales fueren, no encaran nunca negociaciones con el espíritu agresivo e imaginativo que conformó su genio en la guerra. Como si esa paz que, sin embargo, desean tan ardientemente estuviera cargada para ellos de todas las desgracias. La eventualidad de un Estado palestino lindero es la eventualidad de la creación de una base que puede servir al resurgimiento de un radicalismo árabe que podría trastocar toda la región. En ese caso, y a la hora de los mísiles, ¿tendrían los árabes realmente necesidad de esa base? Shamir y Arens responden: tenemos que hacer la cuenta de que sí. Dicho de otra manera, volvemos al único y preponderante tema de la seguridad y de las garantías. Y los interlocutores para este tema son los soviéticos y los estadounidenses.

En estas condiciones, ¿qué papel le queda a Europa? Se ha visto que la preparación realista de una conferencia internacional tenía que tener como objetivo primordial el estudio geopolítico y estratégico de las garantías aceptadas por todos, más que el evocado proyecto de una comunidad económica israelo-palestino-jordana. Pero los europeos van a descubrir rápidamente que, incluso unidos y fuertes, no tienen el crédito de tamaña preparación. La única manera que veo de equilibrar el peso soviético-estadounidense es provocar una conferencia euroárabe. Es necesario que los Estados árabes de la región, primero -pero no sólo ellos-, se invistan solemnemente en la definición de las garantías y en la definición de la coexistencia y de la cooperación. Lo que Francia hizo con Egipto para facilitar la conversión de Arafat, Europa tiene que hacerlo con el mundo árabe para garantizar la perennidad de un acuerdo. A ojos de los palestinos, ese investirse de la nación árabe representaría un aval. A los ojos de los israelíes, la garantía árabe es primordial. Y qué símbolo prometedor, para el primer acto exterior común de Europa unida, el de una cooperación euro-árabe que debutaría con la paz en Tierra Santa. En todo caso, con su preparación.

Traducción: Jorge Onetti.

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