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¿Es Francia un freno para la Comunidad Europea?

Al igual que la Francia gaullista de los años sesenta, ¿la Francia socialista de 1988 frena el desarrollo de la Comunidad Europea? La pregunta se plantea luego de las recientes declaraciones de Michel Rocard en las que anunció su decisión de no reducir las tasas del impuesto sobre el valor añadido (IVA) durante los próximos dos años, y declaró que al término de ese plazo "a nadie más le quedarán ganas de hacer lo que hoy encaran" las autoridades de Bruselas. Sin embargo, la armonización de esos impuestos es considerada necesaria para la libre circulación de las mercancías entre los doce, que deben, en principio, suprimir sus fronteras anteriores antes del 1 de enero de 1993.Este frenazo se justificó por un argumento muy gaullista: la imposibilidad de disminuir drásticamente un impuesto que representa el 45% del gasto fiscal, cuando el Estado no logra siquiera satisfacer todas las necesidades de escuelas, hospitales, caminos. Al no aceptar los ciudadanos un aumento en el impuesto sobre los ingresos capaz de compensar esa insuficiencia, no se puede "agotar el único recurso fiscal significativo del porvenir". Si Francia ha mantenido su acuerdo sobre el principio de la armonización en la reunión de los ministros de Finanzas del 17 de septiembre, Jacques Delors debió reconocer que la fecha del 1 de enero de 1993 no sería respetada en ese terreno y que la mitad de los Estados implicados no parece dispuesta a las reformas necesarias.

Pero la cuestión sigue siendo muy accesoria. El presidente François Mitterrand provocó objeciones mucho más importantes en un terreno fundamental: la organización de la Comunidad. En su Carta a todos los franceses, que en abril pasado definía los objetivos de un segundo septenato, dijo del gran mercado de 1993: "No se tratará solamente de un mercado, de una zona de libre intercambio, sino de un conjunto en el que nuevas políticas (investigación, cultura, medio ambiente, espacio social)" deberán añadirse a las políticas existentes. Insiste también en la necesidad de ampliar el Proyecto Eureka para reforzar la Europa tecnológica y de desarrollar los grandes trabajos de infraestructura. En una palabra, traspone a escala de la Comunidad las tradiciones intervencionistas del Estado francés, que, por otra parte, concuerdan con las del socialismo democrático.

Fue más claro aún sobre un punto preciso al advertir que, "si el gran mercado no está mejor protegido que el actual Mercado Común, los extraeuropeos se precipitarán sobre sus 320 millones de consumidores". Citó el ejemplo de las "productoras de carne que prosperan en varias naciones vecinas gracias a las provisiones norteamericanas de forraje, importado a precios que desafían toda competencia al estar exentos de impuestos en nuestras fronteras". Concluyó con dureza que esos "términos falsificados del intercambio exigen del Consejo Europeo y de la Comisión otro concepto y otra política".

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Sobre el mismo terreno, un conflicto distinto al que plantea la armonización de los IVA opone al Gobierno de Rocard a las autoridades comunitarias. Éstas habían aceptado que el Estado invirtiera en la administración de Renault (empresa nacionalizada) 12.000 millones de francos (unos 240.000 millones de pesetas) para saldar deudas, con la condición de que cambiara su estatuto, convirtiéndose en una sociedad de derecho privado. El ministro Roger Fauroux acaba de disociar los dos aspectos del problema al afirmar que el estatuto de Renault es "un asunto franco-francés". Pese a las apariencias, se está muy lejos del gaullismo que tendía ante todo a limitar las prerrogativas de las instituciones de Bruselas. Ni siquiera el frenazo de Michel Rocard lo es en realidad. Recordando su constante posición de europeo convencido, solamente ha subra yado una dificultad real para el país donde el IVA está más desarrollado que en ningún otro lado. Este obstáculo técnico terminará por superarse.

Hoy, la posición de la Francia socialista descansa menos sobre la defensa de los intereses nacionales que sobre un concepto original de la Comunidad directamente opuesto al de una zona de libre intercambio interior y exterior apoyada por el Reino Unido, la RFA y otras naciones de entre los doce. Al neoliberalismo actualmente tan en boga, que acerca Estados Unidos a varios miembros de la CEE, París opone el modelo de una economía mixta en el que el impulso público se mezcla a la competencia privada y en el que la redistribución de ingresos sobre la ley del mercado será corregida por el espacio social europeo, tal como François Mitterrand lo definió desde 1981. Ciertamente, esto creó una división en el seno de la Comunidad; pero una división saludable, puesto que tiende a hacer pasar el pluralismo político del marco nacional al marco federal.

Semejante movimiento acelera y profundiza el desarrollo comunitario, en lugar de frenarlo como hacía el general De Gaulle. Su sucesor es muy claro sobre este punto cuando deplora que el Acta Única de 1985 no haya previsto la ampliación de la duración de la presidencia del Consejo Europeo ni un refuerzo suficiente de los poderes del Parlamento. Por otra parte, va mucho más lejos en su Carta a los franceses al proclamar que "Otras dimensiones se ofrecen a la Comunidad: una defensa común, la unidad política". Y concluye: "El sueño de los Estados Unidos de Europa comienza a despertar la conciencia de los pueblos. No les es indiferente a los franceses saber si su presidente piensa en ello o no. Y bien, pienso en ello y lo quiero", sin olvidar que su realización exige "una poderosa voluntad política" y que demandará largo tiempo.

Traducción: Jorge Onetti.

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