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Sobre una vieja dama

Hace pocos años, el duque de Castries, viejo miembro de la Académie Française, publicó un libro titulado La Vieille Dame du Quai Conti, en el que con ingenio y buena pluma contaba la historia y la vida interna de la institución que se reúne -no mucho- bajo la que en Francia es la cúpula por antonomasia, la Coupole. Sobre mi amistosa relación con la hermana menor de esa vieja dama, la Real Academia Española, real porque la fundó un rey, no un cardenal como a la francesa, quiero hablar hoy. Y lo hago ante el público lector porque públicamente quiero que conste el carácter altamente amistoso de mi relación con esa vieja dama, cuando por voluntad propia he cesado en el tan honroso oficio de dirigirla. La singularidad de la ocasión y la complacida o displicente curiosidad con que la sociedad española sigue y comenta la actividad de la Academia por antonomasia, justifican, creo, mi atrevimiento de hablar de ella.Dejo la dirección de la Academia en una situación de su vida que debe considerarse prometedora. Como consecuencia de una feliz iniciativa de su presidente, el actual gobernador del Banco de España, la Asociación de Amigos de la Real Academia Española va a contribuir con largueza a la dotación técnica -personal y material- que exige la próxima edición del diccionario usual; edición del quinto centenario será llamada. Está en avanzado trámite, por otra parte, un convento con el CSIC para la creación de un Instituto Nacional de Lexicografía, al exclusivo servicio de la Academia, que desde ahora y en el futuro permitirá mejorar la preparación de las sucesivas ediciones del diccionario usual y avanzar muy considerablemente en la confección del diccionario histórico, gala de la cultura española, a juzgar por lo hasta ahora publicado. La comunicación entre la Academia y el público español culto va a entrar en una etapa nueva, así cabe esperarlo, con la actividad del aula que recientemente ha sido inaugurada. No es, pues, hipérbole decir que es prometedora la actual situación de la Real Academia Española.

Alguien me ha preguntado por qué, si así están las cosas en la Academia, y puesto que alguna parte he tenido yo en que así estén, me he decidido a dejar su dirección. Y con entera sinceridad y sin la menor reserva quiero responderle exponiendo las tres razones -cada una suficiente por sí misma- que a ello me han movido:

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1ª No soy filólogo ni lingüista. En cuanto al uso de nuestro idioma, no paso de ser un escritor que se afana por lograr en sus prosas claridad, corrección y un poquito de elegancia. Como director de la Academia, en consecuencia, yo no podía ni puedo hacer más de lo que hasta ahora he hecho: trabajar en la consecución de lo que, a mi juicio, puede perfeccionarla; representarla con dignidad; pro curar que en su seno no se pierda la grata concordia que entre sus miembros siempre ha existido; emplear lo poco que socialmente soy en el logro de lo que para ella he considerado deseable. Razonnes más que suficientes para que yo pudiera cumplir tranquilo mi ya añejo propósito de dejar su dirección.

2ª En el reglamento de la Academia se establece que no podrán ser elegidos para cargos académicos aquellos miembros de número que hayan cumplido los 78 años de edad. Cuando en diciembre de 1985 fui reelegido, muy cerca de esos años me encontraba yo, y ahora, en consecuencia, muy cerca de los 80 me encuentro; edad ésta más que oportuna para que otro menos provecto me sustituya en la dirección.

3ª Como todos los académicos, soy hombre de vocación. Por vocación elegí antaño mi oficio intelectual, y aunque con zigzagueos, no puedo negarlo, fiel a esa vocación y a ese oficio he procurado vivir y trabajar Pues bien: en esta recta final de mis años, cuando ya cada sermana viene a ser una generosa pro pina de vida, me he resuelto a hacer, precisamente en la línea de mi vocación y de mi oficio, algo que más de una vez proyecté y nunca hice. Decían los antiguos que la fortuna ayuda a los audaces. No sé si esto es verdad, pero, si lo es, tengo por cierto que mucho más ayudará a los audaces jóvenes que a los audaces viejos. Y viejo audaz es el que en vísperas de sus 80 febreros se lanza a hacer lo que de joven no hizo. Lo cual, ocioso es decirlo, exige que sea otro quien con menor senectud y mejores ideas pueda atender a las necesidades y al esplendor de la casa de la calle de Felipe IV.

La vieja dama ha oído con atención mis razones y, aun juzgándolas sinceras y respetables, ha querido demostrarme su buena amistad rogándome una y otra vez que continuase en la dirección de sus asuntos. Al fin las ha aceptado, convencida de que también de otro modo podía yo demostrar a todos mi amistad con ella. Y ante la urgente necesidad de designar un nuevo director de su casa, ha dado una prueba más de su lucidez utilizando una posibilidad que sus estatutos le ofrecen para promover un acto de estricta justicia: la unánime y entusiasta elección de Rafael Lapesa como director accidental de la Academia.

Viéndole de puertas adentro, esto es, como cotidiano operario de su quehacer, la Academia tenía el deber de proclamar con una decisión pública y significativa que Rafael Lapesa ha sido, a lo largo de su ya secular historia, uno de los hombres que con más callada y competente eficacia ha contribuido a la continuidad y a la perfección de su tarea fundamental. Sin él, valga este simple dato, no hubiera sido lo que fue la decimonovena edición de su diccionario usual. Mas no sólo lexicógrafo ejemplar ha sido y es Rafael Lapesa; también, y con eminencia pareja, filólogo de nuestra lengua, dignísimo heredero y continuador de la obra de don Ramón Menéndez Pidal y maestro de cuantos hoy enseñan lo que el castellano ha sido a lo largo de los siglos y es en la actualidad. Sólo otro dato: la enorme difusión de su Historia de la Lengua Española en todos los países en que la lengua española se habla. Es cierto, sí, que nuestra sociedad ha reconocido ampliamente: los singulares méritos de Rafael Lapesa. Así lo acreditan los premios Menéndez Pidal y Príncipe de Asturias. Pero la vieja dama sabía muy bien que a ese público reconocimiento le faltaba -como, ahora, con una acepción del término que está llamando a las puertas del diccionario oficial, suele decirse- la guinda, el supremo regimiento de la institución que desde hace casi tres siglos lleva su nombre. Un acto de estricta justicia que por fin ha tenido realidad. Como las gentes del pueblo hispanohablante, también las damas dieciochescas tienen su corazoncito, además de tener discreción y experiencia, y así lo ha demostrado la que hoy habita en un palacete de la calle de Felipe IV.

Para ayudar a Rafael Lapesa en todo cuanto yo pueda y él quiera, a su lado estaré. Lo diré con palabras que a nuestra vieja dama son desde antiguo familiares: noblesse oblige.

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