_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La dictadura en carne propia

Ariel Dorfman

El autor explica el proceso por el que los latinoamericanos llegan a saber realmente por qué matan los tiranos. Él es un escritor chileno al que se le ha negado el derecho a ser ciudadano libre en su país.

En los tiempos remotos en que las dictaduras proliferaban en países ajenos, pensaba yo con cierta ingenuidad que los tiranos mataban por placer. Ahora que dispongo de la inapelable experiencia de una dictadura propia sé que lo hacen más bien por conveniencia. La muerte es algo que se impone a un opositor no sólo para eliminarlo físicamente, sino sobre todo para silenciar a quienes lo sobreviven. Y también me he dado cuenta con pesar que el dictador más peligroso es aquel que se siente inseguro y acorralado.Sólo así se entiende que 14 años después de la asonada del general Pinochet en contra de la democracia chilena el clima de terror en mi país, en vez de disminuir, ha ido aumentando. La razón está clara: enfrentado el general a la posibilidad cierta de que no podrá ganar sin fraude un plebiscito que se aproxima, le es necesario controlar una oposición díscola y bulliciosa que exige elecciones libres y que se apronta a denunciar cualquier irregularidad. Recientemente cinco jóvenes han sido secuestrados y se encuentran, como en los peores tiempos, desaparecidos; a los periodistas se los encarcela por lo que escriben; a ciudadanos prestigiosos se los coloca fuera de la ley por sus opiniones; se tortura a las amas de casa, no ya en centros secretos, sino en sus propios hogares, y son demasiados ya los disidentes que han terminado acribillados a balazos en plena calle.

Y para que esta represión resulte ejemplar y aleccionadora se la acompaña de múltiples amenazas personales. Hasta ahora los invisibles escuadrones de la muerte lanzaban advertencias sólo a individuos: un juez que estaba investigando casos de tortura, un sindicalista que llamó a una huelga general, un obispo que pedía la renuncia de Pinochet. Pero el 4 de noviembre último se inauguró una nueva y superior forma de intimidación: 25 de los más eminentes actores, directores y dramaturgos chilenos recibieron una carta conminándolos a abandonar el país antes del fin del mes o ser ejecutados. El mismo día, a siete grupos de teatro alternativos, es decir, 52 actores adicionales, les llegó una promesa similar.

Todas estas cartas estaban firmadas por el comando llamado Trizano en honor a un hombre que a mediados del siglo pasado se hizo notorio por organizar en el sur de Chile a grupos armados que mataron miles de indios.

Como tantos en Chile que han permanecido allá todos estos años luchando por mantener limpia y decente alguna zona del aire del país, estos 77 trabajadores del arte teatral decidieron no dejarse amedrentar. El 30 de noviembre, el día en que se supone que deberían estar huyendo al extranjero, ellos van a celebrar en un estadio un gran acto cultural como modo de anunciar su intención y su derecho de vivir en su propia patria.

A estas alturas no es suficiente una mera protesta por este nuevo acto de barbarie del régimen. Hay que atacar la raíz del problema. Estas amenazas se siguen sucediendo porque quienes las profieren operan en Chile con toda impunidad. Los organismos de derechos humanos chilenos e internacionales han acusado al Gobierno y a los militares de complicidad.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Aun en el caso de que el general Pinochet no estuviera él mismo involucrado con estos comandos asesinos, de lo que no cabe duda es que él sí es responsable de que esos delitos puedan llevarse a cabo con tanto descaro, puesto que jamás ha hecho el menor esfuerzo por proteger a las víctimas o descubrir a los criminales. Éste es un tirano que después de todo ha proclamado que en Chile no se mueve ni una hoja sin que él lo sepa. Durante todos estos años de persecución a mansalva jamás un violador de derechos humanos ha recibido una condena por parte de un tribunal de justicia. Hasta que a estos delincuentes, que han podido circular por las calles a voluntad durante las horas de toque de queda, que usan vehículos oficiales para sus bellaquerías, se los juzgue y castigue, hasta que ellos no comprendan que serán llamados a responder por cada vida que han eliminado, no hay ninguna razón para que cesen sus actividades.

Es en este contexto en el que hay que exigir a los Gobiernos del mundo, y particularmente al Gobierno de Estados Unidos, que ha sido durante años el principal aliado de Pinochet, que vayan más allá de las palabras. La Administración de Reagan ha estado criticando de una manera cada vez más severa lo que está pasando en Chile, y yo soy el primero en celebrar esta severidad. Pero tal como nosotros sabemos que las amenazas de muerte deben ir respaldadas, de triste vez en vez, por una muerte verdadera para que sean creíbles, así también con más razón el general entiende que las amenazas de otros Gobiernos nada significan si no culminan en acciones inequívocas. En este caso hay un solo lenguaje que Pinochet entiende: el del dinero. Su régimen se ha mantenido a flote con los préstamos de organismos internacionales. El Gobierno de Estados Unidos y los demás Gobiernos occidentales deben advertir al general que no habrá un centavo más para Chile hasta que los responsables del secuestro, tortura y asesinato de tantos hombres y mujeres pacíficos e inocentes sean enjuiciados públicamente. Y tal juicio debe, forzosamente, llevarse a cabo antes de que se llame a los ciudadanos a participar en un plebiscito que decidirá el destino de la República.

Asalto

Cuando el general Pinochet asaltó el poder juró que traía a los chilenos el orden social y el imperio de la ley. Nos ha entregado el desorden y la miseria. Sus propias encuestas de opinión pública indican que menos del 20% de los votantes lo elegirían presidente. Si él no puede garantizar al pueblo de Chile, incluyendo sus más importantes actores, directores y dramaturgos, una vida sin amenazas incesantes de muerte, ¿cómo puede pretender ser jefe de Estado por otros ocho años?

O para ponerlo en términos teatrales que a mis amenazados amigos en Santiago les gustaría: es hora de que el general deje de ser el protagonista principal del drama chileno y pase a ocupar el puesto que se merece, el de un silencioso, pasivo y ojalá lejano espectador.

escritor chileno, reside actualmente en Estados Unidos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_